Resulta alarmante la rapidez con la que el dinero vuela, pero más
alarmante es lo poco que hemos tardado Nuria y yo en abandonar la discreción.
El banco está
enfrente de nuestro piso de alquiler. El casero ya nos ha advertido de que le
debemos dos meses.
—Si se lo pidieras a
tu marido, Tina, yo creo… —comenta Nuria mientras bajamos en ascensor.
—Bastantes problemas
tiene Pedro como para que, encima, le saque los cuartos. De esta salimos tú y
yo solas.
La puerta del
ascensor se abre, pero Nuria ya no está conmigo. Salgo a la calle, cruzo la
avenida, me detengo ante la puerta del banco. Un camionero lanza un silbido
agudo y, a los cinco segundos, un piropo obsceno hacia mi persona. Me ajusto un
poco la minifalda.
El banco dispone de
tres cajas donde la gente puede efectuar sus operaciones, pero en ese momento
sólo hay una operativa con la consiguiente cola. El resto del personal debe de
estar almorzando. Ojalá Nuria tenga paciencia, pues ya llevo cuarenta minutos
esperando a ser atendida.
—Por favor, pasen por
aquí —dice un tipo calvo que acaba de abrir la caja número dos.
Como una flecha, me
planto frente al tipo calvo y pido una barbaridad de dinero con una cartilla
falsa. El estúpido dice: «Me temo que, al pertenecer a otra entidad, tiene que
ir a la caja de no clientes».
Nuria entra en juego,
pues al tipo le cambia la cara. Puede que incluso se esté meando en los
pantalones cuando afirma con un hilo de voz: «Claro, no faltaría más». Y mira
asustado a todas partes.
Yo también me vuelvo invisible
destrozando el bolígrafo con cadenita que me tiende para firmar el documento.
Las dos salimos con una sonrisa de clientas satisfechas.