La
eliminación de España en el Mundial de Rusia no ha sido una sorpresa para
nadie. Empezamos mal, con un desafortunado cambio de entrenador a última hora.
Nunca enderezamos el rumbo y hemos acabado jugando un fútbol sin garra, zombi,
de patio de colegio.
Lo peor, sin embargo, no es la
derrota. Lo peor es el espíritu derrotista que ha regresado a un país que —no
hace mucho— ganó una Eurocopa, un Mundial y una Eurocopa. Poco antes del
partido ante Rusia, circulaban vídeos en los que se hacía leña del árbol caído
con el portero De Gea. Yo mismo me reí con alguno de ellos, pero decidí no
compartirlos. Creí que la Selección merecía un poco de fe. La que luego le
faltó en el terreno de juego. A lo mejor fui el único que creyó en la victoria.
Puede que echaran de menos el aliento de sus paisanos, ese que les sobra a los
denostados nacionalistas. Deberíamos aprender de su amor por el terruño, aunque
sin pasarnos.
Volver a viejos complejos de
inferioridad no es la solución. Qué envidia me dio la grada rusa animando a su
equipo en cada uno de los córners que lanzaba, haciendo la ola, soñando.