miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA DECISIÓN









Hace la friolera de ocho años que soy voluntario para la Fundación Dasyc. Constituida en Valencia en 1994 como una institución benéfica y sin ánimo de lucro, actualmente, entre otros objetivos, desarrolla proyectos de voluntariado social. El acompañamiento de personas mayores es el campo en el que desarrollo mi labor. No sé muy bien por qué motivo elegí esa franja de edad. Quizá porque mis padres me tuvieron ya cuarentones. Quizá porque José Antonio Beato Herrador me dijo que era donde más falta hacía. Nunca lo sabré.

La Pandemia que todos conocemos me ha impedido realizar las visitas habituales —un día semanal— a mi usuario: José Luis Ruiz Dangla. No siento vergüenza de confesar que lo echo de menos. Han sido ocho años de amistad que han pasado en un suspiro. Recalco la palabra amistad, porque está muy devaluada últimamente. Vivimos en una sociedad donde impera el interés, la zancadilla, la división en lugar del consenso. La propia gestión de esta crisis sanitaria resulta un ejemplo lamentable.

Aunque nunca hemos perdido el contacto telefónico, se añoran las risas en su piso a costa de la esperpéntica actualidad. Llegamos incluso a patentar debates a tres con Nuria, la vecina. Ninguna televisión los habría emitido porque no nos despellejábamos.

Con la llegada del otoño, Dasyc me permitió reanudar las visitas a través de un consentimiento firmado por ambas partes. Siendo yo personal de riesgo por mi profesión y padeciendo José Luis varias dolencias, decidimos de común acuerdo seguir como hasta ahora, es decir, cada uno en su casa. Hasta que pase la tormenta al menos.

Dice Alba Pérez que me queda voluntariado para rato. No veo el día que se acabe esta pesadilla y estrechar la mano de mi amigo.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

EL DINERO

















La lectura del testamento no aclaró al hijo único cómo repartir la herencia entre sus diferentes personalidades.


FINALISTA en el Concurso Cuenta 140 de El Cultural.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

EL BÚNKER











El 21 de diciembre de 2012 no fue el fin del mundo. Ahora soy dueña de un búnker con la capacidad de un campo de fútbol y no sé qué carajo hacer con él.
     Os preguntaréis cómo. El vecino del chalet contiguo me visitó un día con su ropa militar ceñida y un brillo de fusil de asalto en la mirada. «Nos conocemos hace tiempo, Rebeca», empezó mientras la taza de té temblaba al ritmo de mis rodillas. Terminó: «Si yerro, me volaré los sesos y el búnker es tuyo».
     Traté de disuadir a Miguel con la quimera de venderlo todo y huir a cualquier parte juntos. Solo se avino a esperar el apocalipsis conmigo.