Mi madre estaba todo el día de un humor de perros que achacaba a esto o a lo otro, cuando lo cierto es que la única razón de su estado era el mal humor mismo, no sé si me explico. Con los años, he comprendido que uno hace primero las cosas porque sí, porque se lo pide el cuerpo, y luego las justifica para proporcionar y proporcionarse la impresión de que dirigimos nuestras vidas. Uno no quiere, por ejemplo, ser secretario general de la OTAN por coherencia con sus ideas. Uno quiere ser eso porque le gusta el uniforme o encuentra placer en bombardear, y más tarde se fabrica un discurso humanitario para aparentar que han sido las ideas las que le han arrastrado al generalato y no al revés.
Mi madre tenía muchos motivos para ser desgraciada, pero nada le ponía de tan mal humor como las buenas noticias. Frente a las buenas noticias se desesperaba porque le quitaban momentáneamente los motivos para la desdicha. No obstante, su capacidad de reacción era enorme. A las dos horas de que le tocara la lotería o de que mi padre le comunicara que acababan de subirle el sueldo, ella encontraba alguna razón de peso para hundirse en la miseria. No recuerdo haberla visto feliz durante más de media hora seguida. Treinta minutos era lo máximo que podía resistir en brazos de la dicha. A partir del segundo siguiente ocurría indefectiblemente una desgracia real o imaginaria que le hacía regresar a cien por hora a su mal humor habitual. Yo creo que era muy supersticiosa y que estaba convencida de que la felicidad producía cáncer.
—¿Te acuerdas de ese primo de tu padre que estaba siempre tan contento? —te preguntaba de repente al entrar en casa.
—¿El que aprobó las oposiciones a Correos la semana pasada? —respondías temiéndote lo peor.
—El mismo. Pues le ha dado una trombosis y está paralítico de medio lado.
Con lo cual crecí con un pánico enorme al buen humor. El buen humor, en mi caso, ha sido una conquista moral lograda en contra de las convicciones más profundas de mi madre. Todavía no sé cómo lo he conseguido sin padecer un infarto cerebral o una úlcera de estómago. En cualquier caso, a veces todavía me da culpa sentirme bien, por lo que procuro disimularlo para no atraer desgracias innecesarias.
Lo malo, no obstante, del mal carácter de mi madre es que cuando sucedía una desgracia de verdad no sabía la pobre cómo comportarse para que nos creyéramos que estaba realmente afectada. Entonces se reía, aunque intentaba hacerlo con una risa histérica, como la que había visto en las películas. O sea, que el día que entraba yo en casa y veía a mi madre riéndose, me echaba a temblar porque eso significaba que se había muerto alguien o nos habíamos arruinado definitivamente. Y todavía hay gente que me pregunta por qué me hice escritor.
MILLÁS, Juan José, Articuentos, Alba, 2001.
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