A mí nunca me han gustado los perros. Me cuesta un mundo acariciarlos; quizá sea la falta de costumbre. No soy el único. Me consta que hay muchos que las pasan caninas. Incluso peor. Creo que en las escuelas se debería educar esa parte animal que todos llevamos dentro. De todos los chuchos que he tenido el disgusto de encontrar en mi vida, Luna era el más astuto. Jamás me pidió una caricia. Yo no era su dueño; sólo pasaba por allí de vez en cuando. Creo que fue esa resignación lo que acabó derribando los muros infranqueables de mi antipatía. La otra madrugada dejó de latir su corazón. Le explotó en el pecho. Lo tenía demasiado grande. Tanto que jamás me pidió nada. Bueno, sí, algo de desayunar por llevarme la contraria.
Incluido en la antología Amigos para siempre, publicada por editorial Hipálage.
El cielo de Marrakech no tiene una sola nube. Es claro como la mirada de sus habitantes. Sin embargo, encontré algunas nubes en mi camino. Lo más apropiado en estos casos es llevar un paraguas o, como dice el manual del perfecto viajero, echar mano de imaginación.
La primera impresión que tuve de la ciudad no fue nada halagüeña. Humo de motocicletas, ruido de cláxones, un calor que ni el mismísimo infierno, un mercado de fruta podrida. Por suerte, compartimos taxi desde el aeropuerto hasta el hotel con una pareja. Digo que fue una suerte porque el precio de este transporte se regatea con el conductor.
El hotel sólo disponía de aire acondicionado en las habitaciones, con lo cual os podéis imaginar lo que era subirse al ascensor. Ni la fragua de Vulcano. De todas formas, la primera cena en Marrakech fue casi mágica, pese a ser un simple tajine de pollo con olivas. Quizás no lo comprendáis, pero a mi estómago le supo a gloria tras varias horas de avión y mi espíritu lograba un sueño largamente acariciado. Ya estábamos allí.
A la mañana siguiente, la sorpresa del siglo. A mí que me suelen dar las tantas en la cama, miré el reloj y eran las siete. Milagros de la diferencia horaria, que en esta época del año es de menos dos. No acabaron ahí las inquietudes. El aparato del aire acondicionado goteaba, no disponían de llave de la caja fuerte y nuestra habitación daba a una avenida cuyo tráfico era rabioso. Mi mujer, de hecho, no pegó ojo. No creáis que somos unos tiquismiquis. Ahora es época de Ramadán y esta peña vive de noche. Además, conduce a base de bocinazos. Todo se solucionó con un oportuno cambio de habitación.
El centro neurálgico de Marrakech es la plaza Jamaa El-Fna, una especie de feria a lo bestia situada cerca de la Medina. Tenderetes de carne a la plancha, encantadores de serpientes, aguadores, mujeres que adornan tu piel con tatuajes de henna no siempre solicitados. De noche, una miríada de faroles de gas ofrece la impresión de una reunión alegre de almas en pena. Un niño me vendió, mientras cenaba en uno de los tenderetes, una cajita de madera. De su interior surge el sobresalto de una negra serpiente. A mis hijos les encantó.
En torno a la plaza, un dédalo de callejuelas de dudosa catadura. Son los enigmáticos zocos. Las gentes que los habitan venderían a su padre. Tienen una habilidad innata para embaucarte con mil reclamos. Aunque, sobre todo, van a por las mujeres. Si quieres salir bien parado, debes regatear el precio que te pidan. Mi mujer compró dos chilabas de niña, una de niño, una camisa bordada y un pañuelo por 380 dirhams, unos 38 euros. Bajo ningún concepto regatees si no piensas comprar.
Es un pecado mortal no acudir a un hammam o baño turco. El nuestro tuvo el aliciente de haber contado entre sus clientes con Pablo Carbonell o Fele Martínez. Eso no nos motivó tanto como el precio razonable y la calidad del servicio. A saber: masaje integral de una hora, raspadura con jabón negro, sauna y té moruno. Resulta exasperante la tranquilidad con que se toman las cosas. Me dejaron abandonado en la sauna caliente, donde una máquina ruidosa no cesaba de echar vapor. Al borde de la lipotimia, franqueé la puerta y señalé mi reloj. El árabe se lavaba una de las cinco veces que es obligatorio al día.
Después de los negocios, la otra gran pasión de los árabes es conducir. Navegan en motos negras con sus chilabas blancas y parecen fantasmas a la carrera. Una carrera a cámara lenta envuelta en gases tóxicos.
Tras sobrevivir al hammam, necesitábamos una buena orgía de cous cous para reponer fuerzas. Dos cosas no olvidaré de aquella noche: la empalagosa música en directo y que mi mujer, al extraer un cigarro del bolso, descubrió que le faltaba la cámara.
A la mañana siguiente, le suplicamos a nuestra guía árabe que nos permitiera una parada en el hammam. La habíamos contratado el último día para que nos enseñara los palacios de los alrededores. Sospechábamos que era en la taquilla del baño donde nuestra cámara se había rezagado accidentalmente. Creemos que sigue allí, en algún rincón de Marrakech.
La guía, de nombre impronunciable, hablaba un perfecto castellano. Nos llevó al Palacio de la Bahía. Marrakech es una ciudad de interior. Raro nombre para un palacio, dije. Ba Amhed lo mandó construir en el siglo XIX en honor a una mujer llamada Bahía, que significa “resplandeciente”.
Un par de detalles me llamaron la atención de nuestra guía. El primero, que tras hablar de las costumbres funerarias árabes, consistentes en enterrar los cadáveres sin velatorio debido al calor, surgió el tema de la catalepsia. Le pregunté, iluso de mí, si había leído a Poe, el gran escritor inglés. Negativo. El segundo, que en toda la mañana probó ni una sola gota de agua. Allí todo el mundo practica el Ramadán, excepto los enfermos y las embarazadas. Nos cocíamos a 40 grados a la sombra.
Parece mentira que haga una semana ya de todo aquello; fuimos con la intención de impregnarnos de los perfumes y las esencias florales. Todavía huele a menta en mi casa, pese a haber agotado la provisión de pastelitos árabes. Volveremos algún día para contemplar el desierto con una pizca de picante en los ojos.