miércoles, 28 de mayo de 2014

MEMORIAS DEL LOBO GRIS (I)



A las once de la mañana se largaron todos a la iglesia, y me entretuve un rato todavía como un metrosexual antes de salir un viernes. Cuando estuve satisfecho de mi aspecto, cerré las puertas con llave, y empecé a caminar sin prisa.
            
Habría recorrido un tercio de la ruta cuando recibí una llamada de mi mujer. Me pedía que volviera a casa. Alfonso se había olvidado la cruz de madera.
            
Sospecho que las catequistas, auténticas heroínas de la fe, dan la crucecita a los niños una semana antes para que se les olvide el día de la ceremonia. Fijo que apuestan. Quien gana puede elegir clase el curso siguiente. Todos los años llega el típico padre con la lengua fuera para traérsela a su chaval. Alfonso me saludó desde la capilla. Se concentraban al estilo de un equipo de fútbol antes de jugar la final.


                                    
Lograr reunirme con mi mujer no iba a resultar sencillo, pues comandos de familiares me esperaban parapetados en los más oscuros rincones del templo. Algunos de ellos no habían pisado una iglesia jamás. Su venganza consistió en hacerme arenisca la mano, dislocarme el hombro, ungirme de besos. Apenas conseguí zafarme del último, el coro comenzó a tocar uno de sus viejos éxitos.
            
En el banco que me correspondía, recibí un apretón amistoso del padre de una niña que va a la clase de Alfonso. Hemos compartido un año de preparativos, cafés y pellas.
            
Durante la misa hubo padres con la manía de grabarlo todo, como la protagonista de REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007). Aprovechando que los chavales tomaban la comunión, una señora me hizo la pregunta más rara de mi vida. Quería saber si la mujer de mi amigo era actriz de cine. Cuando, obviamente, le dije que no, se disculpó con el argumento de su gran parecido físico. Entretanto, Alfonso había regresado a su sitio con las manos unidas en oración, algo muy apropiado para el hijo de un filólogo.


 
La luz me cegó. Había dejado en el templo a las madres y a las niñas sonándose los mocos. Llevaba de la mano al zagal, que recibía las primeras felicitaciones. Busqué las gafas de sol y me las puse.
          
El cura aguardaba en la puerta. Me acerqué a despedirme —somos viejos conocidos— y mi madre a saludarlo. Con fingida inocencia, la mujer le animó a convertirme. Repliqué que iba a estar jodida la cosa.

8 comentarios:

  1. No hay duda de que eres un conservador impenitente.
    Como dicen los filósofos: "no hay luz sin oscuridad... ni mierda sin pedos". Pues eso, mantengámonos en estado gaseoso para que no llegue el fin del mundo.

    Menos mal que existe gente de Fe que se aleja de estas ferias y se remanga para predicar con el ejemplo.

    Abrazotes.

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    1. Exacto, y cura que mea se la menea. Por eso yo sigo mi camino, y que nadie intente decirme lo que tengo que hacer.

      Un abrazo.

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  2. Creo que estás a punto, Jose (de convertirte, digo).
    La iglesia siempre ha sido fuente de inspiración, y Alfonso, que es el verdadero protagonista de esta crónica, está pero que muy guapo.

    Un abrazo.

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    1. Gracias por el piropo. Yo no he tenido mucho que ver, aunque algo habré puesto. En cuanto a conversiones, prefiero conversaciones. Y eso no le mola a la iglesia nada.

      Un abrazo.

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  3. Jose, Alfonso está pero que muy guapo. Fíjate que no te veía yo metido en estos líos eclesiásticos. Mis pequeños también pasaron por el trance y nos lo pasamos súper bien. Acaso pudo más la costumbre familiar que la devoción, sin embargo es bueno tener de nuestro lado también a lo divino, por si acaso.

    Un abrazo.

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    1. A mí con Dios me pasa como con los pobres de África. Si se trata de ayudar, siempre me quedo con los que tengo cerca.

      Un abrazo.

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  4. A pesar de todo, seguimos manteniendo ciertos rituales aunque no tengamos muy claro por qué. En estos casos, supongo que puede la ilusión del niño, ante la que poco pueden hacer los padres...
    Me quedo con el título (I), que promete nuevas entregas.

    Un abrazo.

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    1. Más bien la ilusión de los abuelos. Yo creo que hay que mantener una mentalidad abierta, de comprensión hacia los mayores, de que no existen obligaciones con los pequeños. A mí la obligación mal entendida me ha hecho mucho daño.

      Un abrazo.

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