En la terraza de un restaurante caro, la extranjera
de la mesa contigua dijo: «Disculpe, no hable tan alto. Me está dejando sorda».
Eché mano de la paciencia con que se le explica a un niño algo que debería
saber: «Claro, soy español». Y no contento con ello, encendí un petardo porque
también soy valenciano. Ella estaba horrorizada, de modo que, como buen
alicantino, la invité a un chupito de cantueso que me arrojó a la cara sin
miramientos antes de largarse. Entonces mi mujer volvió del baño.