Ramón Mondéjar recuerda sensaciones de aquel viaje a Bilbao, pero pocas certidumbres más allá de que se estaban muriendo. Conoció a Nácar en su blog sobre enfermedades raras. Ella también tenía el suyo sobre música gótica. Era quince años más joven que él, pero a la chica se la traía al pairo. De hecho, solía bromear con la cara que pondrían sus padres si supieran que gastaba sus últimos meses de vida chateando con un cuarentón.
Durante el viaje en tren, Ramón miraba fotos que ella le había enviado en negros sobres lacrados. Especialmente aquella donde yacía en una tumba con las manos cruzadas sobre el pecho. Y bajo ellas, una rosa negra. Los ojos cerrados.La ciudad parecía vivir el principio de la primavera. En pleno julio el termómetro se distraía en la fresca humedad de los tejados oscuros de las casas. Cogió un taxi en la estación. Alguien había olvidado un libro de una tal Mari Carmen Azkona en el asiento trasero. Había quedado en llamar a Nácar en cuanto llegara al hotel y el taxista no le daba conversación, de modo que escogió una página al azar.
Su habitación daba a la ría. Abrió la ventana, se hizo un ovillo en el alféizar como un gato y contempló emocionado a varios piragüistas patinando sobre el agua. Pensó con ironía que si no le hubiera tocado aquel premio de Haikus, jamás habría tenido el valor de alojarse en un hotel tan caro. El sonido del móvil le sacó del ensimismamiento. Era la voz grave de Nácar. Por un instante, maldijo no poder quedarse toda la tarde con la mano apoyada en la barbilla mientras observaba en silencio.
Seis meses de relación por internet sumieron a Ramón, de camino a la cita en el Puppy del Guggenheim, en un abismo de incertidumbre. En honor a la verdad, no había sido del todo sincero. No era un enfermo terminal, sino más bien un hipocondríaco solitario que pensaba que había llegado su hora si una mañana no iba al baño. Se preguntó, angustiado, qué ocurriría cuando Nácar lo supiera.
El paseo al lado de la ría le estaba dando ganas de nadar, nadar lo más rápido posible y alejarse de allí. Cinco minutos para encontrarse con la mujer de sus sueños. Delgada, pálida, sensible, noctívaga. Desechó el pensamiento de que ella le hubiera mentido descaradamente, aunque, siendo gótica, quizá habría exagerado la gravedad de su dolencia.
El sol se ocultó tras unas nubes como una geisha tras su abanico. En la explanada del Guggenheim, solo había dos turistas japoneses y un chico de unos treinta años apoyado sobre la barandilla del Puppy. Ramón se sentó en la bancada de enfrente. Comprobó en su reloj que aún faltaban dos minutos y se dispuso a esperar resignado.
Al cabo de un instante, el chico de la barandilla se fue cabizbajo. Ramón lo observó perderse con curiosidad. Uno de los turistas japoneses se acercó a pedirle una fotografía. Luego, en un español muy rudimentario, le dio un pañuelo negro. Tardó un poco en comprender que se le había olvidado a aquel joven. Trató de devolvérselo al japonés para que lo llevara a la policía, pero ya no estaba.
Nácar no apareció. Su móvil estuvo desconectado el resto del fin de semana. Mientras hacía la maleta para regresar a Alicante, Ramón no supo si guardar el pañuelo o tirarlo a la basura. Entonces se fijó en un detalle que le había pasado inadvertido.
En la cara interior de la etiqueta, alguien había escrito con bolígrafo una especie de mensaje. En recepción no disponían de una lupa, así que la compró en un supermercado chino. Regresó al cuarto con el corazón interpretando una tamborrada en su pecho.
Sonrió primero y luego rio a carcajadas por haber sospechado siquiera que aquel chico vestido todo de negro podría ser Nácar. El mensaje decía con claridad «Mi hermana lo siente». Guardó el pañuelo en la maleta por si refrescaba.
Mientras el tren salía, creyó ver fugazmente a un muchacho de riguroso negro oculto entre la multitud.
Incluido en la antología del VI Certamen literario Bilbao Aste Nagusia.
Brutal, lobo. No esperaba menos de ti ☺️
ResponderEliminarGracias, es lo que tiene ser un lobo, que escribes animaladas.
EliminarUn abrazo.
Una de esas historias que, cuando la acabas, solo puedes pensar en que podría haber sucedido de verdad. ¡Bien hecho!
ResponderEliminarUn abrazo.
La realidad es más fantástica que la ciencia ficción. No hace falta inventar mucho.
EliminarUn abrazo.