Entre junio y julio pasé, igual que miles de alicantinos, por los malogrados estudios cinematográficos de Ciudad de la Luz. Mis sentimientos oscilaban entre el nerviosismo y la ilusión después de tan larga espera. He de decir que el personal sanitario me atendió de maravilla, que apenas sentí el pinchazo y que, por suerte, los efectos secundarios fueron soportables. Solo tengo una queja: la palabra «vacunódromos». Que no somos caballos, oiga.
Desde entonces, no ha cambiado un ápice mi conducta. Sigo llevando mascarilla tanto al aire libre como en interiores. Sencillamente, me parece más cómodo que andarse quitando y poniendo el dichoso trozo de tela. A juzgar por lo que observo en la calle, mucha gente —incluso joven— también ha desobedecido la norma que exime de llevar cubrebocas siempre que se pueda mantener la distancia social.
No soy el único que, como digo, hace lo que le parece más oportuno en una situación excepcional. Para eso vivimos en democracia. Sin embargo, he sigo testigo este verano de comportamientos verdaderamente insólitos. Casi diría que aterradores. Están los dos extremos: los pasotas y los fanáticos. En el primer grupo cabría ese personaje que viaja en autobús con la mascarilla bajada. Porque sí. Porque él o ella lo vale. No le teme a nada ni a nadie. Su egoísmo no tiene límites. Qué quieren que les diga: me gustaría gritarle, pero permanezco mudo. Seguro que tú no te habrías callado. El segundo grupo lo formaría quien vive con miedo: deportistas embozados que obligan a sus pulmones a un ejercicio de masoquismo, gente que nunca sale de casa, que apenas se relaciona, que ni siquiera besa a su pareja. Pronto serán los nuevos Hare Krishna.
Seguramente, nos quedarán cicatrices psicológicas. Hay quien pedirá un certificado de vacunación para dar un abrazo; otros, en cambio, buscamos a nuestros semejantes para no perder el tesoro de la ternura.
Las secuelas psicológicas todavía no han visto la luz.
ResponderEliminarEl índice de suicidios en Barcelona ha subido una barbaridad.
También han subido los trastornos mentales, ansiedad, depresión, etc.
En cuanto a la mascarilla creo que en este país se ha obligado en exceso. Al menos en comparación con otros países europeos en los cuales jamás se ha llevado al aire libre.
Ojalá pronto acabe la pandemia porque entre muertos, infectados con secuelas recurrentes y desequilibrios emocionales esto es un desastre.
Saludos.
Es obvio que tenemos un lastre ahí que, poco a poco, tendremos que soltar. Pero también es evidente que nos hará más fuertes y sabios.
EliminarUn abrazo.
Al menos en comparación con otros países europeos en los cuales jamás se ha llevado al aire libre.
ResponderEliminarMe explico mejor, no se ha obligado a llevarla al aire libre.
No creo que las mascarillas en España se mantengan en el tiempo más allá de lo estrictamente necesario. Esto no es Japón. Lo que más va a costar es sentirnos seguros sin ellas.
EliminarUn abrazo.
Yo regresaría con mucho gusto, a los tiempos en los que simplemente era un bebé...
ResponderEliminarHacernos mayores, es tan complicado.
Dar gusto a todos es muy difícil.
Un saludo.
Intentar hacer feliz a todo el mundo es la mejor manera de volverse loco. Los gobiernos se han enfrentado a una situación inaudita. No me habría gustado estar en su pellejo.
EliminarUn abrazo.
¡Hola! La verdad es que todo parece una distopía, increíble post, gracias por compartirlo. Saludos.
ResponderEliminarDistopía o no, en algún momento tendrá que terminar.
EliminarUn abrazo.
Te entiendo perfectamente, porque yo también veo los dos extremos. Por lo que se ve, al ser humano le es difícil estar en el punto medio.
ResponderEliminarDebe ser por eso que me encantan los lobos grises.
EliminarUn abrazo.