La enfermera me pide colaboración para sostener la pierna de mi suegra en el aire mientras le venda el pie. Lo hago de mil amores, pues, aparte de ayudar, salgo del entumecimiento anímico que provocan los hospitales. Me intriga por qué hay tan pocos enfermeros varones. ¿Nos falta dulzura a los caballeros? ¿Conjugan mejor ellas el verbo cuidar? Al marcharse la joven, le pido la extremidad a mi suegra para hacer pesas.
SEMANA 2
En estos días de esperas hospitalarias, pienso en la inmensa suerte de poder trabajar con mi hijo en la academia. Alfonso está en tercero de Informática y, como no podía ser de otro modo, lo hemos fichado para que sustituya a mi mujer. Me hace gracia ver a dos lobos esteparios compartiendo clases, uno dulcificado por las arrugas y el otro lleno de la insolencia de la juventud. Como dos gotas de agua que convivieran en espacios temporales distintos. Dos hombres que nunca serán amigos, pero que estrechan lazos por una de esas bromas del azar.
SEMANA 3
Me imagino que Dabiz Muñoz, el marido de la Pedroche, abre alguno de sus célebres restaurantes en un hospital. Sería realmente vanguardista que un paciente pudiera comer algo creativo para variar y no la miserable bazofia que ni siquiera Goya se atrevió a retratar en sus «Pinturas negras». Entonces todo el mundo querría estar enfermo. Habría accidentes provocados, contagiadores profesionales, guerra en Urgencias y hasta traiciones entre hermanos. La gente mataría por morirse. Menos mal que la auxiliar no puede leerme el pensamiento cada vez que trae la comidita.
LIBERACIÓN
Hay una regla no escrita en todos los hospitales. Cuando te sientas en el sofá de escay, el médico firma el alta. Ni análisis ni gaitas. Es la prueba de fuego que el paciente debe superar, pues no existe nada más incómodo en este mundo. Ya estamos en casa.