miércoles, 19 de diciembre de 2018

FELIZ NAVIDAD ROSINEGRA




















Un familiar cercano me dijo en cierta ocasión que lo que yo escribo no son cuentos porque no empiezan «Érase una vez…». Aunque se rían, no es la primera vez que debo aclarar que también existen cuentos para adultos. Me resisto a llamarlos relatos aunque sean palabras sinónimas. Esta Navidad se leerán muchos cuentos a los niños para que duerman. Algunos adultos quizá añoréis un texto corto, intenso, oscuro como una taza de café y con un cierto poso de esperanza. Eso y mucho más encontraréis en Trece rosas negras (Tres Columnas, 2018). Ya a la venta en Librería 80 Mundos y Casa del Libro. Mi mayor agradecimiento a Neogéminis por la tarjeta navideña y a Primaduroverales por cuentear conmigo. Hasta el año que viene, mirones.

domingo, 9 de diciembre de 2018

BESOS LÚGUBRES
















Se oye el sonido de la verja de entrada que se abre. Ahí está Matías con los ojos brillantes de pura excitación, mochila al hombro, dispuesto a pasar una noche entre cruces y lápidas. El crepúsculo imprime a la atmósfera de una luz que invita a la melancolía. Rosa le espera sentada en un banco.
     Corren a ocultarse en un mausoleo cuyo portón ha sido forzado hace poco por algún desaprensivo. Huele a moho y a aire viciado. Escuchan el aviso de que el cementerio cerrará en breves minutos con secreto regocijo. Varias veces. Luego nada.
     Salen del panteón a una noche poblada de pequeños ruidos, como el sonido de sus pisadas o el movimiento de algún roedor. El viento agita las ramas de los árboles. La soledad se mete en los huesos.
     Rosa extrae una linterna de la mochila y la enciende. Alumbra un bloc de notas donde aparece dibujado un torpe mapa. Torpe pero suficiente. Se ponen en camino. Durante el mismo, procuran evitar las avenidas principales. No quieren un encuentro desagradable con el guarda de seguridad.
     Los nichos vacíos provocan un escalofrío en Rosa. Se acuerda del funeral de la amiga de clase como si fuera ayer. Piensa que nadie debería perder la vida tan joven. Matías le aprieta la mano para infundirle ánimos. Ya falta poco.
     El canto de una lechuza les sobresalta al divisar la cruz. Suben los tres escalones y descansan unos segundos bajo los soportales. La capilla es el lugar donde Matías saca la foto. Aparecen los tres en el acantilado: la amiga con la cabeza apoyada en el hombro del chico y Rosa tan pálida que parece que ha visto un fantasma.
     Siguen el camino con la extraña sensación de que los observan, pero se cuidan mucho de comentarlo. Aceleran el paso sin dejar de mirar en todas direcciones. Matías saca la otra linterna a pesar de la amenaza que supone el guarda de seguridad.
     La tumba de la amiga está situada tan al borde del callejón que parece que va a salir andando. En la lápida se yerguen una sencilla cruz, un macetero con flores frescas y una foto. Los chicos mantienen un silencio respetuoso durante varios minutos. Él abandona la foto de los tres sobre el mármol.
     De repente, una mano se posa en el hombro de Matías. El chico se sobresalta pero enseguida comprende que Rosa le indica con un gesto que tienen que marcharse. Nada ha cambiado en realidad. Ninguna de las pesadillas en las que la amiga cae al vacío de una forma aparentemente fortuita. Lo peor no es soñar con ella, sino gustarse sin remedio. Ya se gustaban antes del accidente.
     Justo cuando Rosa decide contarle lo que viene callando desde aquel viaje de fin de curso, Matías sella sus labios con un beso lúgubre. Y luego otro. Y otro más.

Tres Columnas, 2018

miércoles, 28 de noviembre de 2018

TRECE ROSAS EN LA ONCE














El sueño de todo escritor no es que lo traduzcan al ruso, ni llenar la Casa del Libro, ni codearse con Mario Vargas Llosa. El sueño de todo escritor es que le escuchen. Cuando Paco Umbral dijo su célebre frase «yo he venido aquí a hablar de mi libro», en realidad buscaba oyentes. Ni fama ni carajos.

Ayer, en la ONCE, me sentí escuchado. Un lujo que se agradece, que anima a seguir escribiendo. Solo hubo un par de hilarantes interrupciones de una señora que contestó al móvil en directo. También estuve estrechamente vigilado por un perrazo negro que descansaba al lado de su dueño. Muy apropiado para mis Trece rosas negras.

El conductor de la charla, Antonio Díaz Palao, tenía preparado un cuestionario de preguntas pertinentes. Y, por qué no, alguna impertinente. Lo políticamente correcto aburre. Recuerdo una a bocajarro sobre el libro que más me había sacudido. No lo pensé mucho: Ensayo sobre la ceguera de José Saramago.

No faltaron preguntas del público como la clásica «¿y la novela pa’ cuando?». Falta tradición cuentista en España, aunque yo sigo empeñado en vivir del cuento. Al menos, hasta que el reloj me recuerda que tengo que ir a trabajar en otra de mis pasiones: la enseñanza.















Para terminar la reunión, me pidieron que leyera dos relatos. Escogí en primer lugar «Carantoñas», dedicado a Charo Cortés y que trata sobre el paso del tiempo. Le siguió «Falta de riego», inspirado en las interminables conversaciones que mantengo con José Luis Ruiz Dangla.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

CHARLA EN LA ONCE















El otro día soñé que presentaba Trece rosas negras en alguna parte y, al poco de comenzar, advertía con horror que llevaba un pantalón de chándal. Nadie, ni siquiera la gente de la editorial, parecía haberse dado cuenta. Como siempre, desperté sin averiguar el desenlace de la historia. Espero que no me ocurra nada parecido en la charla que tendrá lugar en la ONCE de Alicante. Menos mal que somos viejos amigos. Ya estuve leyendo cuentos de El Mirador (Atlantis, 2009) y de Vareando nubes (Atlantis, 2012). Ojalá los relatos del nuevo libro también gusten. Presenta Antonio Díaz Palao, vecino del barrio de Carolinas y lector voraz. Entrada libre.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

PRIMERAS RESEÑAS DE TRECE ROSAS


















He estado unos días de vacaciones en Valencia, pero Trece rosas negras no me ha dado tregua. Me han llegado, en forma de reseña, las opiniones de dos escritoras.

La primera de ellas es Maribel Romero Soler. Novelista con varios premios en su haber, casi una hermana para mí, ha llegado a darme un tirón de orejas cuando me dejo arrastrar por mi temperamento visceral. Escribe: «Lo que he notado en este nuevo libro del escritor alicantino, a diferencia de los anteriores, es que se recrea en un mundo más onírico, entre el sueño y la pesadilla, en la irrealidad; aunque de los textos que podrían considerarse más abstractos, también se extrae, como del resto, una lectura aleccionadora».

La segunda y no menos importante es Esther Planelles. Escritora imposible de encasillar y lectora exigente como pocas, la he visto mandar al cuerno a escritores de renombre. Nuestra complicidad dio como fruto el libro de microrrelatos Pelusillas en el ombligo. Escribe sobre mis rosas: «… no se ha conformado con coquetear con lo insólito; mediante una trama de giros inesperados y una prosa de vértigo, José Antonio López Rastoll se ha propuesto llevar al lector al límite de la locura... o del orgasmo mental».

Podéis leer las reseñas completas en el blog de las autoras. Solo me queda agradecerles el haber treceroseado el libro.


miércoles, 31 de octubre de 2018

TRECE ROSAS EN MIL HISTORIAS

















La tarde olía al primer frío del invierno. Bajaba sin prisa por la Avenida de Alcoy hacia Mil historias y un café, el local donde presentábamos Trece rosas negras. Después de una mañana inestable, la calma misteriosa que precede a la tormenta flotaba en el aire como una pregunta.

Antes de quitarme la chaqueta, ya había dado la bienvenida a varios amigos y familiares. Luego pedí a Stephen, centinela de la barra, algo para la sequedad del gaznate. Alguien me sugirió un whisky, pero preferí agua de momento.

No se me ocurrió llevarle otro botellín de agua a Conchi Agüero, la presentadora del acto. Cosas de los nervios. La editorial dijo unas brevísimas palabras. Una rosa negra presidía la mesa.

Dicen quienes acudieron que fue una velada entrañable, que a la presentadora y a mí se nos veía a gusto. Es cierto. Incluso me permití soltar alguna pequeña broma. Conchi utilizó un registro coloquial para diseccionar un buen número de relatos con paciencia de entomóloga. Luego vino el turno de preguntas y la lectura de un cuento: «Besos lúgubres».

















Durante los autógrafos, aproveché para conversar con algunos de los asistentes. Fuera llovía a cántaros. Se acercaron a la mesa amigos de la Facultad, primos, padres de alumnos, colegas de profesión, escritoras… Una presentación es un hervidero de historias, pero eso formará parte del siguiente libro.

Nadie me dará nunca un abrazo tan conmovedor como el que me dio Manuel Cado. Y eso que aún no nos habíamos ido de farra. Entonces me sentí un hombre afortunado.

domingo, 21 de octubre de 2018

PRESENTACIÓN EN MIL HISTORIAS















Manuel Cado y yo descubrimos cierto viernes un local bastante céntrico en Alicante llamado Mil historias y un café. Desde entonces, lo hemos convertido en nuestro cuartel general para echar un rato de conversación. Quién me iba a decir que acabaría presentando mi nuevo libro allí. Nos vemos en la puesta de largo de TRECE ROSAS NEGRAS. Me amadrina Conchi Agüero, mujer entregada a la cultura y amante de los cuentos. También acudirá la editorial lorquina Tres Columnas.

domingo, 14 de octubre de 2018

TRECE ROSAS NEGRAS






















Tantos años de ver películas de terror tenían que dar como resultado un libro como Trece rosas negras. Pero no se preocupen: el humor brilla entre las negras alas de sus páginas para que no nos tomemos demasiado en serio a nosotros mismos. Adelanto la fecha de presentación en Alicante por si en la sala hay algún loco de las agendas: 27 de octubre a las 7 de la tarde. Hasta entonces, les dejo con el booktráiler, realizado con la inestimable colaboración de la escritora Esther Planelles.

domingo, 7 de octubre de 2018

ROSAS DE OCTUBRE























Octubre empieza de infarto en mis dos profesiones. Academia Nova, mi negocio para estudiantes de primaria a bachillerato, ha sufrido una auténtica avalancha de clientes. Lo más increíble es que no hemos repartido ni una sola hoja de publicidad. Agradecemos de corazón el boca a boca.

Por otro lado, ya he recibido las galeradas de Trece rosas negras. Para quien no esté familiarizado con el término, diré que es la última prueba antes de que el libro vaya a imprenta. He pasado la semana revisándolas y ahora puedo decir que he acabado de verdad. Como dice la escritora Elena Casero, uno siente un extraño vacío. La nostalgia del amigo que se marcha. Han sido años dándole vueltas a personajes y tramas para que ustedes disfruten de los mejores cuentos posibles.

Durante el proceso, la editorial lorquina Tres Columnas está siendo un pilar fundamental. Sobre todo, cuando el trabajo se acumula inevitablemente. Gracias a su consejo, escribí primero la biografía y la sinopsis para centrarme luego en las galeradas. Eso nos ha ahorrado mucho tiempo. A partir de ahora, empiezo a pensar en mi siguiente libro.


miércoles, 26 de septiembre de 2018

FERIA DE MURCIA


















El pasado 23 de septiembre hice una breve visita a la Feria del Libro de Murcia. Aquel domingo habría preferido dejar pasar la tarde leyendo, pero la ocasión lo merecía. La editorial Tres Columnas disponía de caseta propia en el evento. Me pareció la excusa perfecta para conocer a Manuel Morales y a su equipo.

Recordemos que editorial Tres Columnas publicará próximamente Trece rosas negras, mi nuevo libro de relatos. Me han chivado que se encuentra en proceso de maquetación y pronto estarán listas las galeradas. Previamente, el manuscrito ha sido revisado por una correctora. Este repaso se está perdiendo en la actualidad y no entiendo por qué. Opino que un libro debe tener una portada atrayente al igual que una escritura bien cuidada.

La tarde era calurosa como abrazo de serpiente. Mientras charlaba con Manuel y los suyos, hojeaba los libros de Tres Columnas. Realizan un trabajo de edición notable. No me puse de acuerdo con mi mujer, de modo que compramos cada uno una novela.

Me queda agradecer a mis suegros su complicidad. Hemos descubierto que hay vida más allá del Ikea y que una literatura de autor se está moviendo en Murcia.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

DIANA CONTRA EL MUNDO























Las personas nos negamos a aceptar el paso del tiempo. En consecuencia, agasajamos a un amigo que no vemos hace siglos con el clásico: «Por ti no pasan los años». Mentiras piadosas como esta ayudan a sobrevivir al hecho incuestionable de que «un solo día es capaz de transformar una vida». La frase pertenece a la novela más conmovedora e inquietante de Maribel Romero Soler hasta la fecha: Gracias, Diana (edebé, 2018).

Todo empieza cuando Fer deja a su novia en el portal. De regreso a casa, repara en un objeto reluciente abandonado en la calle: una preciosa estrella de seis puntas. La coge pero enseguida la suelta porque siente una quemadura instantánea. Al día siguiente, los padres del chico avisan a Diana de que está hospitalizado en estado de coma. Lo peor es que la analítica da positivo en drogas.

Los padres de Fer se derrumban ante la evidencia de que su hijo ha consumido algún tipo de estupefaciente. En cambio, Diana se niega a aceptar los hechos. Conoce bien a su novio y sabe que algo no encaja. Sin el apoyo de nadie, inicia una investigación por su cuenta. El resultado es una novela juvenil que bebe de muchos géneros: drama familiar, detectives, fantástico. Maribel Romero despliega las emociones e incluso llama a las lágrimas, pero siempre logra amarrar su prosa a tiempo para no caer en el melodrama. El capítulo veintisiete me parece el ejemplo perfecto de un trozo trágico de vida que se cuela en la página de un libro. Tan vívido que te coloca al borde del ataque al corazón. Pura dinamita literaria.

Diana es la heroína —el personaje adictivo y la novia coraje— que nunca pierde la fe en su novio y, por extensión, en el ser humano. Constituye el pilar donde se asienta la novela. Los adultos solo son capaces de creer en lo que ven sus ojos. Ella, a sus diecisiete años, mira con el corazón. Por eso, no descarta ninguna pista para resolver el caso.

Una de esas pistas llega inesperadamente cuando Diana sueña con algo que jamás ha visto. También le ocurre a Daniel Villena, el joven detective de la trilogía de novelas Deja en paz a los muertos, La sepultura 142 y Llueve sobre mi lápida (editadas por Bruño) de J. R. Barat. Los muertos o los que están a punto de morir se comunican con él a través de los sueños.

Corren tiempos en que jóvenes y adultos buscamos la aprobación inmediata en las redes sociales. Un «me gusta» en facebook tiene hoy más valor que el oro. Maribel Romero sugiere en Gracias, Diana que defender la verdad, aunque sea incómoda, probablemente no te convertirá en alguien famoso. Ni siquiera crecerá tu número de amigos. Solo contribuirás a un mundo más justo. Lo dice una escritora que se gana la vida contando mentiras.


lunes, 10 de septiembre de 2018

SECCIÓN DE SUCESOS


Adela, voluntaria de la Tómbola de Cáritas, no los vio aquella Feria. Era uno de esos matrimonios que caminan cogidos de la mano a pesar de los achaques de la edad. Inasequibles al desaliento, ella se había teñido el pelo de azul tras superar dos cánceres de mama. Se llamaba Olvido aunque era él quien empezaba a olvidar las cosas.
     Adela imaginó la cara que pondrían cuando les contara que estaban a punto de convertirla en abuela, los confundió con una pareja sesentona que venía del baile, incluso preguntó por ellos a otros voluntarios.
     Se los había tragado la tierra.
     En ocasiones, consultaba la sección de Sucesos del periódico con el corazón en un puño. Se oyen tantos casos. No pudo reprimir un «ole» la tarde que alguien le comentó que vivían ahí mismo, en la calle Alegría. Decidió que les llevaría unas papeletas a casa y las pagaría de su bolsillo.
     Nunca lo hizo porque aquella misma noche su yerno la llamó del hospital. No pasó siquiera por casa para cambiarse. Pagó el taxi sin esperar las vueltas y, al abrirse el enorme ascensor, allí estaba Olvido. Risueña como siempre.
     —Por tu cara veo que tienes prisa —dijo la anciana.
     Adela se lo contó mientras subían a la séptima planta. Era su primer nieto, su única hija.
     —Yo me bajo aquí —dijo Olvido—. Él me está esperando. Gracias por las papeletas.
     La pregunta de Adela se congeló ante el pasillo vacío.


martes, 28 de agosto de 2018

LOBO EN PARÍS: Rue Condorcet



Aún con el olor a pólvora de la noche anterior pegado a la piel, un tren regional (RER) nos condujo al centro de París. Salimos por una boca de metro a la altura del Arco del Triunfo. Me sentí una gota de agua en medio del Océano.

Bajamos por la Avenida de los Campos Elíseos y torcimos a la izquierda por Franklin Roosevelt. En la oficina del número 10 recogeríamos la llave de nuestro apartamento. Por desgracia, eso no sería posible hasta las cuatro de la tarde. La costumbre de dejar la habitación a mediodía no debe de conocerse en París. Resolvimos que lo más sensato era buscar la calle del piso. Según la agencia, no andaba lejos. Un par de horas más tarde, seguíamos pululando por aquella ciudad laberíntica con pinta de aparecidos. Preguntamos por la Rue Condorcet en una cafetería y luego en un Kebap. Nunca me he alegrado tanto de llegar a un sitio.

Tras echar algo al estómago, optamos por esperar en una plaza a que mi mujer volviera con la llave. Clara jugaba a plantar semillas en un trozo de tierra y Alfonso se entretenía con unas chapas. Su silencio hablaba a gritos de lo solos e indefensos que nos sentíamos.

El apartamento era un agujero sin luz natural donde el comedor servía de cocina y dormitorio. Allí durmieron los chavales. Nosotros nos instalamos en la habitación de dentro. Agotados pero felices. Echamos una breve siesta antes de salir a recorrer las calles de nuevo. Vagabundeando, descubrimos una callejuela invadida de tiendas a ambos lados. Desembocaba en una escalinata interminable rodeada de jardines. Comenzamos la ascensión. Medio París dejaba pasar la tarde tumbado en el césped. En lo alto del cerro aguardaba la Basílica del Sagrado Corazón de Montmartre. Aquel día habíamos pasado de estar perdidos a contemplar las mejores vistas de la ciudad.


El domingo, con la excusa de comprar el pan, di una vuelta por los alrededores. Una brisa fresca movía los flecos de mi pañuelo. Subí una calle adoquinada mientras el alegre chorro de las alcantarillas se perdía cuesta abajo. Rodeé un parque absorto en la humedad de las fachadas. Cuando regresé, mi hija giraba la manivela de su caja de música. Sonaba «La vie en rose» de Edith Piaf.


Unos minutos después, el metro de París nos había catapultado al museo del Louvre. Estuvimos de acuerdo en visitar las salas dedicadas a Egipto, aunque no vimos más que una momia sin contar a los vigilantes con cara de aburrimiento. La escultura clásica ofrecía bellezones como «La Venus de Milo» o «El beso». La Gioconda me pareció una birria al lado de otras pinturas. Recuerdo a una chica haciéndose selfies en un ataque mal disimulado de amor propio.

Por la tarde, fuimos al cementerio de Père-Lachaise. El verdor de los árboles se mezclaba con el moho de las lápidas y las telarañas de los mausoleos. La vida y la muerte. El graznido de los cuervos era una señal de advertencia. Admiré la grandiosidad de panteones y estatuas. Sin darnos cuenta, llegamos a la tumba de Oscar Wilde. Alfonso trataba de aterrorizar a su hermana con historias de zombis.

Cerramos aquella maratoniana jornada en la catedral de Notre-Dame. La misa era retrasmitida por televisión en el propio templo. Nadábamos en gente de todas las nacionalidades. Cruzamos sus pasillos laterales embriagados por el incienso, empequeñecidos por los rosetones y abrumados por el precio de los rosarios.

Aquella noche, por ser la última, tomé una cerveza con mi mujer en una terraza. Una pareja francesa trató de entablar conversación de la forma más surrealista. Él se esforzaba por hablar castellano; ella sonreía enigmáticamente como la Mona Lisa. Rara vez corregía los errores de su novio. Luego resultó que la chica era de Barcelona. Estábamos tan cansados que nos despedimos enseguida.

Desperté con una mezcla de alegría y tristeza. Volvíamos a casa en el vuelo de las diez de la noche, pero aún quedaba tiempo para llenar las alforjas de recuerdos. Las corrientes del metro aliviaron un poco el calor sofocante que remitía a nuestro primer día en París. La imagen de la Torre Eiffel en el extremo del Campo de Marte nos golpeó la retina. Muchas fotos después, nos situamos en su base. La opción más barata era usar las escaleras hasta el segundo piso y luego bajar en ascensor. Alfonso invitó a helados una vez arriba. Yo compré tazas de café para unos amigos.

Las pizzerías de comida rápida eran cuchitriles donde no podías sentarte, de modo que comimos en un italiano. Al atardecer, subimos a bordo de los típicos bateaux mouches. Navegando por el Sena, sentí envidia de la gente que tomaba el sol o paseaba a la orilla del río. También recordé el libro que estaba releyendo: «Siete puentes sobre el Sena» de María José Aguilar.

Hay anécdotas que me dejo en el tintero. No quiero avergonzar a mis hijos si alguna vez leen estas líneas. Aún veo a Alfonso enviando mensajes a su mejor amiga por las calles de París, a Clara ronroneando como un gato ante un trozo de queso, a mi mujer consultando mapas. No me canso de contemplar la ciudad en películas, de oír canciones, de soñar con ella. Cierto no sé qué me ha calado hondo. Y eso que dicen que los franceses son antipáticos.

martes, 21 de agosto de 2018

LOBO EN PARÍS: Disneyland






















Era nuestro primer viaje en familia y había nervios. Siempre los hay cuando sales de casa. Esta vez, sin embargo, la ilusión se palpaba en el ambiente como el aroma a caramelo. En consecuencia, aquella noche nadie se acostó. El sueño de cualquier chaval. No merecía la pena dormir porque el vuelo salía a las seis de la mañana.

Atravesamos la ciudad dormida con el secreto placer del traqueteo de nuestras maletas rodantes. «Que se jodan los de las Hogueras», pensé sin remordimientos. Un petardo brutal dejó muy claro que Alicante había sido tomada como aquel cuento de Cortázar.

Un autobús nos llevó a los cuatro solos al aeropuerto del Altet. Siempre es mejor llegar con antelación a estos sitios, pero la terminal era literalmente un cementerio. Apenas una cafetería abierta. Poco antes, habíamos pasado las maletas por el detector. Clara soportó un breve control antidrogas que disipó cualquier resto de sueño.























Clareaba el día cuando el morro del avión puso rumbo a París. Nada más apropiado que llegar a la Ciudad de la Luz para el desayuno. En el aeropuerto de Orly, tres militares armados con metralletas pasaron por nuestro lado con cara de pocos amigos. Un coche particular nos trasladó al hotel Sequoia de Disneyland.

La noticia de que la habitación no quedaría libre hasta las cuatro de la tarde cayó como un jarro de agua fría. Menos mal que disponíamos de una espaciosa consigna. No todo estaba perdido. Entretanto, daríamos una vuelta por el parque para familiarizarnos con él. El calor y el sueño me hicieron sentir los efectos de una borrachera épica. Mi mujer, en cambio, sonreía como una niña con juguetes nuevos. Ante nosotros se alzaba el castillo de la Bella Durmiente. Tenía coña el asunto.

La moqueta del pasillo me recordó al hotel Overlook, famoso por la película El Resplandor. La habitación, con fantasma o sin él, daba a un bosque partido por un riachuelo.



A la mañana siguiente, el cielo estaba encapotado y un viento gélido encogía el corazón. Lloviznaba. Mi pañuelo al cuello ya no me abandonaría el resto del viaje. Alfonso se marcó para desayunar un plato hasta arriba de salchichas con bacon. 

El frío no nos impidió inaugurar la jornada con un espectacular tiovivo que se hizo corto para una espera tan larga. Luego accedimos al Laberinto de setos del País de las Maravillas. Allí los personajes de Lewis Carrol jugaron con nuestro sentido de la orientación. Poco a poco, el día iba caldeándose. La atracción donde, sin duda, pasé el mejor rato fue Star Wars: la Aventura Continúa. Consiste en una nave de realidad virtual que cumple una misión casi suicida por el espacio. Grité más que una parturienta.

Por la tarde, compré una chaqueta de Pesadilla antes de Navidad en la tienda Disney. Tardaron media hora en darme la llave del único probador en todo el establecimiento. Me entretuve observando el peloteo de la dependienta a una francesa arrugada como una pasa.
























El viernes amaneció fresco pero soleado. Tocaba visitar los Estudios de Walt Disney. Aunque menores en tamaño que el Parque Disneyland, poseen las atracciones más adrenalínicas. Mi mujer subió completamente sola a la Torre del Terror, un ascensor en caída libre que pone los pelos de punta. Nos reunimos de nuevo en el Armagedón. Mientras hacíamos cola, observé a un chico vestido de mujer y maquillado. No estaba solo. Lo acompañaban sus padres y un hermano menor. En aquel instante, sentí orgullo de pertenecer a la raza humana.


A las doce de la noche, echaban fuegos artificiales en el castillo de la Bella Durmiente. Había que reponer fuerzas. Cenamos comida mexicana en un buffet libre donde las costillas se deshacían en la boca. Luego nos dio tiempo a coger el Vuelo de Peter Pan. Volar gracias al simulador es una experiencia onírica.

El cielo de París brilló con los fuegos y las imágenes proyectadas en los muros del castillo. Una mujer me pidió en inglés un hueco para que viera su hija. Había cientos de personas reunidas en aquel lugar, pero intenté dejarle espacio. Mickey Mouse nos despidió camino del hotel. Alfonso y yo bromeamos a costa de su sospechoso nerviosismo.

martes, 14 de agosto de 2018

BILBAO


















Ramón Mondéjar recuerda sensaciones de aquel viaje a Bilbao, pero pocas certidumbres más allá de que se estaban muriendo. Conoció a Nácar en su blog sobre enfermedades raras. Ella también tenía el suyo sobre música gótica. Era quince años más joven que él, pero a la chica se la traía al pairo. De hecho, solía bromear con la cara que pondrían sus padres si supieran que gastaba sus últimos meses de vida chateando con un cuarentón.
     Durante el viaje en tren, Ramón miraba fotos que ella le había enviado en negros sobres lacrados. Especialmente aquella donde yacía en una tumba con las manos cruzadas sobre el pecho. Y bajo ellas, una rosa negra. Los ojos cerrados.
     La ciudad parecía vivir el principio de la primavera. En pleno julio el termómetro se distraía en la fresca humedad de los tejados oscuros de las casas. Cogió un taxi en la estación. Alguien había olvidado un libro de una tal Mari Carmen Azkona en el asiento trasero. Había quedado en llamar a Nácar en cuanto llegara al hotel y el taxista no le daba conversación, de modo que escogió una página al azar.
     Su habitación daba a la ría. Abrió la ventana, se hizo un ovillo en el alféizar como un gato y contempló emocionado a varios piragüistas patinando sobre el agua. Pensó con ironía que si no le hubiera tocado aquel premio de Haikus, jamás habría tenido el valor de alojarse en un hotel tan caro. El sonido del móvil le sacó del ensimismamiento. Era la voz grave de Nácar. Por un instante, maldijo no poder quedarse toda la tarde con la mano apoyada en la barbilla mientras observaba en silencio.
     Seis meses de relación por internet sumieron a Ramón, de camino a la cita en el Puppy del Guggenheim, en un abismo de incertidumbre. En honor a la verdad, no había sido del todo sincero. No era un enfermo terminal, sino más bien un hipocondríaco solitario que pensaba que había llegado su hora si una mañana no iba al baño. Se preguntó, angustiado, qué ocurriría cuando Nácar lo supiera.
     El paseo al lado de la ría le estaba dando ganas de nadar, nadar lo más rápido posible y alejarse de allí. Cinco minutos para encontrarse con la mujer de sus sueños. Delgada, pálida, sensible, noctívaga. Desechó el pensamiento de que ella le hubiera mentido descaradamente, aunque, siendo gótica, quizá habría exagerado la gravedad de su dolencia.
     El sol se ocultó tras unas nubes como una geisha tras su abanico. En la explanada del Guggenheim, solo había dos turistas japoneses y un chico de unos treinta años apoyado sobre la barandilla del Puppy. Ramón se sentó en la bancada de enfrente. Comprobó en su reloj que aún faltaban dos minutos y se dispuso a esperar resignado.
     Al cabo de un instante, el chico de la barandilla se fue cabizbajo. Ramón lo observó perderse con curiosidad. Uno de los turistas japoneses se acercó a pedirle una fotografía. Luego, en un español muy rudimentario, le dio un pañuelo negro. Tardó un poco en comprender que se le había olvidado a aquel joven. Trató de devolvérselo al japonés para que lo llevara a la policía, pero ya no estaba.
     Nácar no apareció. Su móvil estuvo desconectado el resto del fin de semana. Mientras hacía la maleta para regresar a Alicante, Ramón no supo si guardar el pañuelo o tirarlo a la basura. Entonces se fijó en un detalle que le había pasado inadvertido.
     En la cara interior de la etiqueta, alguien había escrito con bolígrafo una especie de mensaje. En recepción no disponían de una lupa, así que la compró en un supermercado chino. Regresó al cuarto con el corazón interpretando una tamborrada en su pecho.
     Sonrió primero y luego rio a carcajadas por haber sospechado siquiera que aquel chico vestido todo de negro podría ser Nácar. El mensaje decía con claridad «Mi hermana lo siente». Guardó el pañuelo en la maleta por si refrescaba.

     Mientras el tren salía, creyó ver fugazmente a un muchacho de riguroso negro oculto entre la multitud.

Incluido en la antología del VI Certamen literario Bilbao Aste Nagusia.

lunes, 6 de agosto de 2018

LA PRUEBA IRREFUTABLE






















El día siguiente a su fallecimiento se apareció para decirme que no había nada al otro lado.
     —Pero mamá… es imposible. Más de dos mil años de cristianismo no pueden estar equivocados —objeté incrédulo.
     Antes de que yo añadiera una palabra más, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Luego se fue alejando mientras sonreía. Su voz quedó en el aire como la última nota de un piano.
     —Siento esta pantomima. ¿Has visto? No eres tan ateo como tú pensabas.


martes, 3 de julio de 2018

CRÓNICA DE UNAS VACACIONES ANTICIPADAS



















La eliminación de España en el Mundial de Rusia no ha sido una sorpresa para nadie. Empezamos mal, con un desafortunado cambio de entrenador a última hora. Nunca enderezamos el rumbo y hemos acabado jugando un fútbol sin garra, zombi, de patio de colegio.

Lo peor, sin embargo, no es la derrota. Lo peor es el espíritu derrotista que ha regresado a un país que —no hace mucho— ganó una Eurocopa, un Mundial y una Eurocopa. Poco antes del partido ante Rusia, circulaban vídeos en los que se hacía leña del árbol caído con el portero De Gea. Yo mismo me reí con alguno de ellos, pero decidí no compartirlos. Creí que la Selección merecía un poco de fe. La que luego le faltó en el terreno de juego. A lo mejor fui el único que creyó en la victoria. Puede que echaran de menos el aliento de sus paisanos, ese que les sobra a los denostados nacionalistas. Deberíamos aprender de su amor por el terruño, aunque sin pasarnos.

Volver a viejos complejos de inferioridad no es la solución. Qué envidia me dio la grada rusa animando a su equipo en cada uno de los córners que lanzaba, haciendo la ola, soñando.

Éramos mejores que los rusos, pero nunca lo creímos. Ahora se pide regeneración, nuevo míster, la cabeza del portero. Yo pido respeto por los jugadores antes, durante y después de realizar su labor. No los rebajemos de dioses a simples mortales con tanta facilidad. Solo son humanos que, de vez en cuando, tocan el cielo. Feliz verano. Hasta la vista, amig@s.

miércoles, 13 de junio de 2018

NUEVO LIBRO A LA VISTA






















En mis cada vez más frecuentes ratos de soledad, me he planteado a menudo la siguiente disyuntiva: si escribimos porque estamos solos o estamos solos porque escribimos. Yo creo que es un privilegio y una tragedia tener a veces como único amigo el papel, pero no me negarán que existen secretos que jamás nos atreveríamos a confesar a nadie. De ahí nace, supongo, la fabulación. Contamos un cuento para hacer más llevadera una realidad demasiado paranormal, para deshacer el nudo de un complejo, para hablar con un montón de gente a solas o, sencillamente, para probar una vida que no hemos vivido.

Resumiendo, un cuento es la forma más directa de decir te quiero. Por eso he querido dedicar no un relato, sino un libro entero a dos amigos que ya no están. Ambos alicantinos. Ambos heridos por la misma espina de la literatura: una, bibliotecaria; el otro, voluntario y lector empedernido. Nunca se conocieron en vida —al menos que yo sepa—, pero ahora comparten dedicatoria.

Tendrán que leer la obra si quieren desvelar este y otros misterios, pero al menos les dejaré con algunos datos. Lo primero, el título para que vayan familiarizándose con él: Trece rosas negras. Ha apostado por mí una editorial de Murcia llamada Tres Columnas. Le agradezco la oportunidad que me brinda porque supone publicar mi cuarto libro, el tercero de relatos.

Si todo va bien, verá la luz después del verano. Hasta entonces, no me queda otro remedio que ir ahorrando para comprar alguna rosa negra —tan raras como inolvidables— que lucir en la presentación.

miércoles, 6 de junio de 2018

LENGUAJE INCLUSIVO
















Escribiendo su crucigrama semanal, Romero se había atascado en la descripción de «ramera». Si la etiquetaba como «mujer pública», el colectivo feminista caería sobre él alegando que todas las mujeres públicas no son putas. ¿Y qué tal «mujer ligera de cascos»? No, algún grupo animalista podría mosquearse. Ni pensar en escribir «mujer fácil», pues la RAE ya había acabado en la hoguera solo por el adjetivo. Se le ocurrió entonces, iluminado por una súbita mala leche, dejar caer la original «mujer púbica». La editora del periódico le preguntó qué «coño» era aquello.

miércoles, 30 de mayo de 2018

MEMORIAS DEL LOBO BLANCO




Aquella mañana me levanté con la sensación de que terminaba una época y empezaba otra. En realidad, aún faltaba mucho para que mi hija fuera una mujer, pero, a partir de entonces, empezaría a dejar de ser una niña. Ya asomaban sin prisa sus nuevas formas.
            
Después de desayunar, entré en la ropa como el buzo que se introduce en la escafandra. Obligado por la etiqueta. Al menos, mi etiqueta me permitía vestir de negro, llevar la camisa por fuera o prescindir de corbata. Consulté mi reloj: era el momento de mirarme por enésima vez en el espejo antes de acudir a la iglesia.
            
Solo comulgaban siete niños aquel trece de mayo, una fecha que quizá espantase a más de un supersticioso. El templo estaba adornado de forma sencilla. Los murmullos bajaron de tono cuando el cura subió al púlpito con una camiseta de corazones. De esa guisa, animó a largarse a quienes no tuvieran ánimo para aguantar la ceremonia. Muchos resistimos por comprobar si celebraba misa en manga corta.



















Mi madre, con orgullo de abuela, leyó la primera lectura. Esta vez tuvo cuidado de no torcerse el tobillo al bajar los escalones desde el púlpito. Meses atrás, había protagonizado una aparatosa caída que le habría valido un premio en Vídeos de primera.
            
Observé a algunos familiares en los primeros bancos. Imagino que deseaban mostrar su cariño y, por supuesto, no perderse ningún detalle de la ceremonia. Clara parecía un ángel del disimulo. Una seriedad impostada maquillaba sus ganas infinitas de reír sin ningún motivo concreto. El principio de la edad adulta. Al comulgar, probablemente pensó que habría estado mejor un trozo de queso.
            
Una vez acabada la parte religiosa, debíamos hacer tiempo hasta el banquete. Hubo invitados que pasaron por casa y otros que desaparecieron misteriosamente hasta la comida. Cada cual según le apeteciera, que para eso vivimos en democracia.




El restaurante disponía de un jardín interior para juegos y de varios salones reformados. En uno de ellos, nuestro convite tenía lugar con la calma de un día de verano. Un biombo nos separaba de otra Comunión que, por el escándalo, parecía sacada de una canción de Raphael.
             
La mesa de los amigos estaba curiosamente en las antípodas de la de los padres. Allí nos juntamos algunos profesores, entre ellos dos maestros de mi hija. Tuvieron el detalle de regalarnos su presencia y su buen rollo. Pedimos las habituales bebidas en estos casos. El camarero trajo una cubitera para el vino. La necesitaríamos.
            
El servicio se atascó en el tercer plato del aperitivo, pero apenas nos dimos cuenta. Tan entretenidos estábamos comentando el enésimo fracaso de España en Eurovisión. Algunos invitados se confundieron al tomar la dirección del baño. Era perversamente divertido verlos meterse en el aseo de trabajadores, situado tras unas cortinas. El nuestro se hallaba en un estrecho pasillo a la sombra de una celosía. Un cartel sobre la taza del váter aconsejaba: «Reogamos que tiren de la cadena».




Niños y ancianos comenzaron a impacientarse. Los primeros pidieron salir al patio con urgencia de presidiarios; los segundos ordenaron con cajas destempladas que pusiéramos un petardo en el culo a los camareros. Por fortuna, la comida aparecía de vez en cuando para rebajar los ánimos. Me pareció sabrosa pero poco abundante. Imaginé a los de Albacete asaltando alguna máquina de bocadillos.      

Fue pedirme una copa y llegaron las inevitables despedidas. Un goteo constante que me llenó de nostalgia por aquellos familiares que no volvería a ver en años y de alivio por haber cumplido. Algunos dijeron: «La próxima, la boda». Yo me froté las manos pensando que, para entonces, casi nadie se casaría. En ese instante, mi hija pasó por mi lado riéndose con esa claridad tan cristalina suya.


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