Era nuestro primer viaje en familia y había nervios. Siempre los hay cuando sales de casa. Esta vez, sin embargo, la ilusión se palpaba en el ambiente como el aroma a caramelo. En consecuencia, aquella noche nadie se acostó. El sueño de cualquier chaval. No merecía la pena dormir porque el vuelo salía a las seis de la mañana.
Atravesamos la ciudad dormida con el secreto placer del traqueteo de nuestras maletas rodantes. «Que se jodan los de las Hogueras», pensé sin remordimientos. Un petardo brutal dejó muy claro que Alicante había sido tomada como aquel cuento de Cortázar.
Un autobús nos llevó a los cuatro solos al aeropuerto del Altet. Siempre es mejor llegar con antelación a estos sitios, pero la terminal era literalmente un cementerio. Apenas una cafetería abierta. Poco antes, habíamos pasado las maletas por el detector. Clara soportó un breve control antidrogas que disipó cualquier resto de sueño.
Clareaba el día cuando el morro del avión puso rumbo a París. Nada más apropiado que llegar a la Ciudad de la Luz para el desayuno. En el aeropuerto de Orly, tres militares armados con metralletas pasaron por nuestro lado con cara de pocos amigos. Un coche particular nos trasladó al hotel Sequoia de Disneyland.
La noticia de que la habitación no quedaría libre hasta las cuatro de la tarde cayó como un jarro de agua fría. Menos mal que disponíamos de una espaciosa consigna. No todo estaba perdido. Entretanto, daríamos una vuelta por el parque para familiarizarnos con él. El calor y el sueño me hicieron sentir los efectos de una borrachera épica. Mi mujer, en cambio, sonreía como una niña con juguetes nuevos. Ante nosotros se alzaba el castillo de la Bella Durmiente. Tenía coña el asunto.
La moqueta del pasillo me recordó al hotel Overlook, famoso por la película El Resplandor. La habitación, con fantasma o sin él, daba a un bosque partido por un riachuelo.
A la mañana siguiente, el cielo estaba encapotado y un viento gélido encogía el corazón. Lloviznaba. Mi pañuelo al cuello ya no me abandonaría el resto del viaje. Alfonso se marcó para desayunar un plato hasta arriba de salchichas con bacon.
El frío no nos impidió inaugurar la jornada con un espectacular tiovivo que se hizo corto para una espera tan larga. Luego accedimos al Laberinto de setos del País de las Maravillas. Allí los personajes de Lewis Carrol jugaron con nuestro sentido de la orientación. Poco a poco, el día iba caldeándose. La atracción donde, sin duda, pasé el mejor rato fue Star Wars: la Aventura Continúa. Consiste en una nave de realidad virtual que cumple una misión casi suicida por el espacio. Grité más que una parturienta.
Por la tarde, compré una chaqueta de Pesadilla antes de Navidad en la tienda Disney. Tardaron media hora en darme la llave del único probador en todo el establecimiento. Me entretuve observando el peloteo de la dependienta a una francesa arrugada como una pasa.
El viernes amaneció fresco pero soleado. Tocaba visitar los Estudios de Walt Disney. Aunque menores en tamaño que el Parque Disneyland, poseen las atracciones más adrenalínicas. Mi mujer subió completamente sola a la Torre del Terror, un ascensor en caída libre que pone los pelos de punta. Nos reunimos de nuevo en el Armagedón. Mientras hacíamos cola, observé a un chico vestido de mujer y maquillado. No estaba solo. Lo acompañaban sus padres y un hermano menor. En aquel instante, sentí orgullo de pertenecer a la raza humana.
A las doce de la noche, echaban fuegos artificiales en el castillo de la Bella Durmiente. Había que reponer fuerzas. Cenamos comida mexicana en un buffet libre donde las costillas se deshacían en la boca. Luego nos dio tiempo a coger el Vuelo de Peter Pan. Volar gracias al simulador es una experiencia onírica.
El cielo de París brilló con los fuegos y las imágenes proyectadas en los muros del castillo. Una mujer me pidió en inglés un hueco para que viera su hija. Había cientos de personas reunidas en aquel lugar, pero intenté dejarle espacio. Mickey Mouse nos despidió camino del hotel. Alfonso y yo bromeamos a costa de su sospechoso nerviosismo.
A la mañana siguiente, el cielo estaba encapotado y un viento gélido encogía el corazón. Lloviznaba. Mi pañuelo al cuello ya no me abandonaría el resto del viaje. Alfonso se marcó para desayunar un plato hasta arriba de salchichas con bacon.
El frío no nos impidió inaugurar la jornada con un espectacular tiovivo que se hizo corto para una espera tan larga. Luego accedimos al Laberinto de setos del País de las Maravillas. Allí los personajes de Lewis Carrol jugaron con nuestro sentido de la orientación. Poco a poco, el día iba caldeándose. La atracción donde, sin duda, pasé el mejor rato fue Star Wars: la Aventura Continúa. Consiste en una nave de realidad virtual que cumple una misión casi suicida por el espacio. Grité más que una parturienta.
Por la tarde, compré una chaqueta de Pesadilla antes de Navidad en la tienda Disney. Tardaron media hora en darme la llave del único probador en todo el establecimiento. Me entretuve observando el peloteo de la dependienta a una francesa arrugada como una pasa.
El viernes amaneció fresco pero soleado. Tocaba visitar los Estudios de Walt Disney. Aunque menores en tamaño que el Parque Disneyland, poseen las atracciones más adrenalínicas. Mi mujer subió completamente sola a la Torre del Terror, un ascensor en caída libre que pone los pelos de punta. Nos reunimos de nuevo en el Armagedón. Mientras hacíamos cola, observé a un chico vestido de mujer y maquillado. No estaba solo. Lo acompañaban sus padres y un hermano menor. En aquel instante, sentí orgullo de pertenecer a la raza humana.
A las doce de la noche, echaban fuegos artificiales en el castillo de la Bella Durmiente. Había que reponer fuerzas. Cenamos comida mexicana en un buffet libre donde las costillas se deshacían en la boca. Luego nos dio tiempo a coger el Vuelo de Peter Pan. Volar gracias al simulador es una experiencia onírica.
El cielo de París brilló con los fuegos y las imágenes proyectadas en los muros del castillo. Una mujer me pidió en inglés un hueco para que viera su hija. Había cientos de personas reunidas en aquel lugar, pero intenté dejarle espacio. Mickey Mouse nos despidió camino del hotel. Alfonso y yo bromeamos a costa de su sospechoso nerviosismo.
Que bonito viaje Jose Antonio, me han encantado las fotos sobre todo la del pasillo del hotel muy similar a la mítica escena de la peli el Resplandor jejeje. Buen articulo! un abrazo
ResponderEliminarLo mejor del viaje ha sido compartirlo con José Luis y contigo. Sois mi segunda familia.
EliminarUn abrazo.
Gracias por tus palabras José Antonio, es un placer amigo, un abrazo.
EliminarComo te descuides, te ficha alguna agencia publicitaria de viajes. Una crónica estupenda, dan ganas de embarcarse en una aventura por París.
ResponderEliminarY ahora, a preparar el inicio de curso...
Un abrazo.
Gracias por el piropo, pero a las agencias solo les interesa la cara romántica de los viajes.
EliminarUn abrazo.