Adela, voluntaria de la Tómbola de Cáritas, no los vio aquella Feria. Era uno de esos matrimonios que caminan cogidos de la mano a pesar de los achaques de la edad. Inasequibles al desaliento, ella se había teñido el pelo de azul tras superar dos cánceres de mama. Se llamaba Olvido aunque era él quien empezaba a olvidar las cosas.
Adela imaginó la cara que pondrían cuando les contara que estaban a punto de convertirla en abuela, los confundió con una pareja sesentona que venía del baile, incluso preguntó por ellos a otros voluntarios.
Se los había tragado la tierra.
En ocasiones, consultaba la sección de Sucesos del periódico con el corazón en un puño. Se oyen tantos casos. No pudo reprimir un «ole» la tarde que alguien le comentó que vivían ahí mismo, en la calle Alegría. Decidió que les llevaría unas papeletas a casa y las pagaría de su bolsillo.
Nunca lo hizo porque aquella misma noche su yerno la llamó del hospital. No pasó siquiera por casa para cambiarse. Pagó el taxi sin esperar las vueltas y, al abrirse el enorme ascensor, allí estaba Olvido. Risueña como siempre.
—Por tu cara veo que tienes prisa —dijo la anciana.
Adela se lo contó mientras subían a la séptima planta. Era su primer nieto, su única hija.
—Yo me bajo aquí —dijo Olvido—. Él me está esperando. Gracias por las papeletas.
La pregunta de Adela se congeló ante el pasillo vacío.
Historias de fantasmas... Mira que son descarados estos entes. No es de buena educación andar sembrando preguntas que luego no se piensan contestar.
ResponderEliminarEspero que este relato llegase a buen puerto.
Un abrazo.
Ha quedado en el olvido como la pareja de ancianos protagonista, pero la vida sigue y hay que seguir contando.
EliminarUn abrazo.