domingo, 20 de agosto de 2017

LA TIMIDEZ

   
Dos minutos después de saber que su vecina estaba en la azotea a punto de saltar, le declaró su amor.
     Armando la había conocido cuando se mudó al piso de la calle Velázquez, el cuarto derecha. Ella vivía también sola en el cuarto izquierda, si exceptuamos la compañía de su perro. Coincidieron en la puerta: él entraba con una maleta, ella sacaba a pasear al animal. «Poca cosa traes, espero que seas un poco más sociable que el anterior», dijo con una leve sonrisa. Él se encogió de hombros.
     Pasaron varias semanas hasta que ocurrió el siguiente encuentro, de nuevo en el rellano de la escalera. Esta vez ambos salían, de buena mañana, a sus respectivos empleos. Laura estaba impecable con su traje azul marino de pantalón y chaqueta. Debajo de esta, una blusa blanca con un par de botones estratégicamente desabrochados. Y, por supuesto, tacones. El hombre no iba tan elegante. De hecho, su única prenda de vestir consistía en un mono que portaba el logotipo de alguna compañía eléctrica. Se saludaron con los tópicos habituales. Ella dijo con descaro: «A ese mono le falta el color naranja para ser de preso». Él se puso rojo como un tomate. Luego desapareció escaleras abajo.
     Al cabo de un mes, Laura había agotado su arsenal de trucos para atraer al vecino: le había pedido azúcar, sal, vinagre, harina, huevos, un bolígrafo, un secador, el móvil para llamar porque el suyo se había quedado sin batería y hasta una manta porque la calefacción no funcionaba. Mentira. Ella estaba más caliente que el desierto de Mojave. Nadie la había atraído tanto desde el instituto.
     Se cumplió un trimestre desde que Armando y Laura vivían puerta con puerta. Él se lo había tomado con humor al principio. Luego ella empezó a seguirlo al trabajo, al restaurante donde comía habitualmente, al cine. El colmo fue descubrir por la portera que iba diciendo por ahí que eran novios. Tuvo unas palabras con la mujer.
     Creyó que se había librado de ella, pues desde la conversación llevaba un tiempo esquivándolo. Armando subía los peldaños de dos en dos, silbando una cancioncilla, cuando vio aquella nota en su puerta. No bien hubo leído lo que ponía, se la guardó en el bolsillo arrugándola con violencia.
     En la azotea estaba Laura con una sonrisa miserable de triunfo, nada apropiada para una suicida. Él hincó la rodilla en el suelo, tomó una mano entre las suyas y le dijo que era la mujer de su vida. También reconoció que la había estado evitando porque acababa de salir del trullo por intentar asesinar a su pareja.



Cuento escrito en el taller literario de la biblioteca Carolinas de Alicante. Ejercicio 3: Empezar por el final

6 comentarios:

  1. Lo de vivir en una comunidad es, a menudo, insufrible.
    La idea de empezar un relato por el final es buena, yo la estoy aplicando ahora mismo y facilita el trabajo; hasta ahora siempre había empleado la técnica de "el pegote de arcilla" :-D

    Un abrazo.

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    1. Comenzar un relato "in extrema res" (o sea, por el final) no es nada fácil porque hay que tener muy clara la historia y no se puede improvisar. Supongo que lo importante es equivocarse con humor.

      Un abrazo.

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  2. Es complicado empezar al contrario de lo que se supone. Un ejercicio de mucha imaginación que has solventado muy bien. Una historia con mucho atractivo.
    Abrazos

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    1. Viniendo de ti, lo considero todo un halago. La profesora del taller no tuvo palabras tan amables como las tuyas. Claro, que he tenido tiempo de pulir la historia.

      Un abrazo.

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  3. Buen relato, me ha gustado el desarrollo y me ha encantado el final.

    Manuel Cado

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    1. Qué sorpresa, amigo, leerte por aquí. Me costó encontrar el final adecuado; lo reconozco, no soy un genio.

      Un abrazo.

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