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miércoles, 22 de noviembre de 2017

EL CUENTO
















Pongamos que se llama Juan Antonio y que su deseo es escribir un cuento.
     Se pone a ello con la mayor ilusión posible y, gracias a las técnicas aprendidas en el taller, espera escribir algo que merezca la pena. Incluso genial si las musas están de su parte.
     Miles de temas parpadean en la mente de Juan Antonio como estrellas en la noche. Casi todos están tan trillados como las canciones de Camela. No se inspira. Se levanta, agarra la botella de ron y prepara un cubata. A la tercera copa, apaga el ordenador y se va a dormir.
     Al día siguiente, se encuentra en la biblioteca a Narcís. Escribe de manera febril en su portátil. Parece que no tiene problemas de inspiración. De hecho, es como si estuviera en trance. ¿Será cosa del aloe vera? Decide no molestarle.
     A mitad de semana, entra en pánico. Aún no ha escrito ni siquiera una línea y la clase del viernes se acerca. Es la última y, claro, le gustaría impresionar. Mientras saca a pasear a la perra, coincide con Paco. Decide sondearlo para ver cómo lo lleva. «Estoy con un narrador omnisciente —dice entusiasmado—, pero repartido en pequeños narradores equiscientes a la manera de Virginia Wolf.» Juan Antonio trata de aparentar serenidad mientras recoge una deposición de su mascota y se la guarda en el bolsillo. Luego se despide.
     Después de muchos intentos, Juan Antonio pone punto final a una historia. Está orgulloso. Entonces acude a su mente la voz de la profesora Grant diciendo: «Buscáis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar. Con sudor». Rompe el cuento en mil pedazos. Muerto de vergüenza, la víspera de la clase copia y pega un cuento primerizo de Juan José Millás.
     Tras leer el cuento en voz alta, la profesora del taller le pregunta por el cambio que experimenta el protagonista. «Ni repajolera idea», responde. Tanto se alegra de que la crítica le haya llovido a Millás.


Cuento escrito en el taller literario de la biblioteca Carolinas de Alicante. Ejercicio 5: Tema libre. Incluido en la antología Relatos bajo el agua

miércoles, 20 de septiembre de 2017

EL FESTIVAL






















Cuando Facundo Soplagaitas escuchó la propuesta de labios de su interlocutor no pudo menos que santiguarse varias veces.
     Horas antes, Miguel Contreras lo había visto actuar sobre un escenario en las fiestas del pueblo. Cantaba con el poderío de la Jurado y, todo hay que decirlo, bastante pluma. La coreografía rozaba el desastre, habría que trabajar mucho al respecto. Sin embargo, poseía un magnetismo que hizo que la gente se levantara de sus asientos y aplaudiera a rabiar. Además, la canción que había interpretado era suya. Justo lo que andaba buscando la delegación española para el festival más famoso del mundo: Eurovisión.
     Desde el comienzo, dicha delegación le había dejado claro a Miguel que no deseaba ganar el concurso. España no estaba para tales dispendios. Lo importante era no caer en un nuevo ridículo como el del año anterior, donde no nos habían dado ningún punto y, por consiguiente, habíamos quedado los primeros por la cola.
     Para lograr ese objetivo, Miguel, con el buen criterio que le había granjeado la confianza de Televisión Española, se recorrió gran parte de la geografía en su seiscientos. Buscaba un rostro nuevo, un friki como el Chikilicuatre que nos librara de la solemnidad y uniera al país de nuevo frente al televisor.
     Estaban apoyados en la barra de un bar, hablando casi a gritos por culpa del ruido de cohetes y charangas. Miguel pidió otra ronda de vinos. Se sentía desfallecer ante la perspectiva, más que probable, de que Facundo renunciara al dudoso honor de representar a nuestro país en el festival más rancio, casposo y retrógrado de la canción internacional.
     El rostro de Facundo era impenetrable mientras oía hablar de contrato discográfico si la canción quedaba en buen lugar. «¿En serio crees que soy la persona adecuada para ir a Eurovisión?», dudó una vez más el receloso pueblerino. «Mira el Chikilicuatre», replicó Miguel. 

     Facundo lo acompañó al hostal cuando Miguel andaba haciendo eses por culpa de ese vino peleón de la tierra. En la calle no había un alma. Una franja amarilla pintaba el horizonte. Presa de la euforia, se acercó al oído del paleto y le susurró que este año habían amañado varios doces para España a cambio de turismo por la vieja Europa.


Cuento escrito en el taller literario de la biblioteca Carolinas de Alicante. Ejercicio 4: Narrador equisciente

domingo, 20 de agosto de 2017

LA TIMIDEZ

   
Dos minutos después de saber que su vecina estaba en la azotea a punto de saltar, le declaró su amor.
     Armando la había conocido cuando se mudó al piso de la calle Velázquez, el cuarto derecha. Ella vivía también sola en el cuarto izquierda, si exceptuamos la compañía de su perro. Coincidieron en la puerta: él entraba con una maleta, ella sacaba a pasear al animal. «Poca cosa traes, espero que seas un poco más sociable que el anterior», dijo con una leve sonrisa. Él se encogió de hombros.
     Pasaron varias semanas hasta que ocurrió el siguiente encuentro, de nuevo en el rellano de la escalera. Esta vez ambos salían, de buena mañana, a sus respectivos empleos. Laura estaba impecable con su traje azul marino de pantalón y chaqueta. Debajo de esta, una blusa blanca con un par de botones estratégicamente desabrochados. Y, por supuesto, tacones. El hombre no iba tan elegante. De hecho, su única prenda de vestir consistía en un mono que portaba el logotipo de alguna compañía eléctrica. Se saludaron con los tópicos habituales. Ella dijo con descaro: «A ese mono le falta el color naranja para ser de preso». Él se puso rojo como un tomate. Luego desapareció escaleras abajo.
     Al cabo de un mes, Laura había agotado su arsenal de trucos para atraer al vecino: le había pedido azúcar, sal, vinagre, harina, huevos, un bolígrafo, un secador, el móvil para llamar porque el suyo se había quedado sin batería y hasta una manta porque la calefacción no funcionaba. Mentira. Ella estaba más caliente que el desierto de Mojave. Nadie la había atraído tanto desde el instituto.
     Se cumplió un trimestre desde que Armando y Laura vivían puerta con puerta. Él se lo había tomado con humor al principio. Luego ella empezó a seguirlo al trabajo, al restaurante donde comía habitualmente, al cine. El colmo fue descubrir por la portera que iba diciendo por ahí que eran novios. Tuvo unas palabras con la mujer.
     Creyó que se había librado de ella, pues desde la conversación llevaba un tiempo esquivándolo. Armando subía los peldaños de dos en dos, silbando una cancioncilla, cuando vio aquella nota en su puerta. No bien hubo leído lo que ponía, se la guardó en el bolsillo arrugándola con violencia.
     En la azotea estaba Laura con una sonrisa miserable de triunfo, nada apropiada para una suicida. Él hincó la rodilla en el suelo, tomó una mano entre las suyas y le dijo que era la mujer de su vida. También reconoció que la había estado evitando porque acababa de salir del trullo por intentar asesinar a su pareja.



Cuento escrito en el taller literario de la biblioteca Carolinas de Alicante. Ejercicio 3: Empezar por el final

miércoles, 10 de mayo de 2017

LA CITA

         
No sabe qué demonios hace allí si nunca ha aguantado los sermones ni las campanas. Nuria González lleva años sin pisar una. Aún recuerda cuando encaró a su padre y le dijo que ya era una mujer para tomar sus propias decisiones. El hombre le contestó que, mientras viviera en su casa, iría todos los domingos a misa. Ahora, mientras deambula entre los soportales, le parece que fue ayer. El sol otoñea. 
     Abre el pesado portón y accede al vestíbulo, donde un pobre le tiende la mano como si se le hubiese quedado inútil para otra cosa. Nuria registra el bolso, pero sólo tiene un billete de cien con el que piensa pagarse una opípara cena en un buen restaurante. Necesita darse ánimos antes de la cita con su ginecólogo.
     Cruza la nave principal mientras opina, soñadora, que el repiqueteo de sus tacones despertará a los aristócratas y obispos enterrados bajo el suelo de mármol. Luego, un poco mareada, toma asiento en un banco y se pregunta por enésima vez a qué ha venido. Debería habérselo contado a su amiga Julia, una mujer que no le teme a nada porque trabaja de especialista en el cine. También podría haberle dicho a su marido que hoy no saliera a faenar, que la rodeara con sus brazos velludos. Ojalá tuviera cuerpo para dejarse empalar por el cubano que la tiene loquita desde hace seis meses.
     El silencio del lugar la reconforta con su nada balsámica. La penumbra exuda una paz misteriosa, casi mística. Un cura mira su móvil en el confesionario, buscando quizá sentido a la vida.
     Consulta su reloj: faltan todavía tres cuartos de hora para que le resuelvan el inconveniente. La clínica está a tiro de piedra de la iglesia. Se levanta y enciende una vela a la Virgen de la Soledad. Entretanto, se acaricia la barriga.



Cuento escrito en el taller literario de la biblioteca Carolinas de Alicante. Ejercicio 2: Mostrar en vez de nombrar

miércoles, 22 de marzo de 2017

EL HOMBRE TINTERO




     
Nacido de una madre goma de borrar y de un padre lápiz, el hombre tintero siempre fue la oveja negra de la familia. No poseía ese don de hacer borrón y cuenta que le maravillaba de su madre, incluso cuando de pequeño tintó a la gata de rubio platino. También carecía de esa cualidad etérea de su padre, que se volatilizaba en cuanto olía tempestad.         
     Resolvía los asuntos a su manera, pues el hombre tintero se dedicaba al mundo de los negocios. Los negocios eran turbios, por supuesto, pero no dejaban mancha en su historial. Si alguien se iba de la lengua, él soltaba a sus perros de presa.
     En resumidas cuentas, la tinta le sonreía.
     Sólo le faltaba una cosa para lograr la felicidad absoluta. Deseaba encontrar a alguien especial con quien compartir su tinta. El problema es que todas las mujeres que conocía le instaban a hablar por Facebook, por whatsapp o por correo electrónico. Convenció a una joven gótica para escribirse por carta. Fue recibir la misiva y el hombre se echó a llorar: escribía cariño con «k», despreciaba acentos, se comía vocales. Un auténtico desastre virtual.
     Algunos amigos, como el hombre sello, le aconsejaron que usara los máximos emoticonos posibles en sus mensajes. Así quedaría bien siempre aunque no se comiera un rosco. También le propuso salir con su prima, la máquina de escribir: una romántica incorregible que había acabado trabajando de símbolo para ganarse la hoja de papel.
     El hombre tintero decidió poner un anuncio en el periódico: varón de mediana edad busca relación estable con mujer tinta china o tinta invisible, sin menosprecio para la tintura de yodo.
     Después de varias llamadas obscenas y una animándole a donar tinta para impresora, consiguió una cita con una alcaldesa que le pagaba una fuerte suma de dinero por blanquear capital.
     «Seré turbio pero honrado», dijo zanjando el asunto. Al cabo de un tiempo, la alcaldesa y él se casaban. Ella iba a escribir sus memorias en prisión.    
     

Cuento escrito en el taller literario de la biblioteca Carolinas de Alicante. Ejercicio 1: El atributo fantástico

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