lunes, 8 de julio de 2013

LOBO EN ROMA


















En mi opinión, un turista viaja a Roma por tres razones: es un enamorado de la historia del arte, posee un fuerte sentimiento religioso, o ambas. Eso lo saben las compañías de viajes, que preparan tours dirigidos a esta clase de público. Al resto que nos folle un pez.
            
Existe una cuarta razón, pero me la voy a guardar para mí. Igual alguno de vosotros la deduce, pues en cualquier historia que se precie cuentan más los silencios que las palabras.
            
Nos recibe el aeropuerto de Fiumicino con nublada sonrisa. Subimos sin dilación a un autobús, que vuela a la ciudad de Roma, donde aguarda el primer plato de pasta. A estas alturas habréis notado que no voy solo. Me acompañan veinticinco viajeros: una madre que pronto se pierde entre su grupo de amigas catequistas, con gran alborozo por mi parte; un cura y sus dos sobrinas adolescentes, y finalizando la ecuación, mi mujer.
            
Masticando aún un macarrón y sin poder tirarnos un buen pedo, iniciamos la visita a la Ciudad Eterna. El conductor se presenta como Gigi; vende agua. Pronto averiguaré que todos los conductores la venden. La guía se llama Diana y, además de atractiva, es un libro de historia del arte. Para que luego digan que las guapas son tontas.
            
No tardo en descubrir que, aquí en Roma, mejor un día pocho que uno despejado. El sol derrite las ideas que va desgranando la guía. En la puerta del Coliseo me fijo que el adoquinado de la calzada oculta tesoros entre sus ranuras. Mi hijo se llenaría los bolsillos de pedazos de vaya usted a saber.
            
Diana reparte móviles para que no perdamos detalle de la narración sin el inconveniente de asfixiarla. Será una práctica común el resto del viaje. El Coliseo parece una gran calavera donde falta la carne. Observando sus cuencas vacías, aún me parece que suena el entrechocar de las espadas o el rugido de un león.
            
Me faltan ojos. Allá donde mires ves un monumento, y no exclusivamente de piedra. En la escalinata que sube a la plaza del ayuntamiento se desarrolla la primera escena de la película To Rome with love, del genial Woody Allen. Y resbala que te cagas.          
            
La guía se despide hasta mañana y Gigi nos deja tirados. Mientras unos desprevenidos turistas visitaban el Coliseo, ha realizado un servicio sin contar con la agencia y, por supuesto, sin contar con nosotros. Nos recoge con hora y media de retraso.

Gigi es el retrato del italiano vividor, despreocupado y algo mafioso. Hasta las señoras más cristianas del grupo reclaman vendetta. Al cura se lo llevan todos los diablos, sobre todo cuando el muy truhán explica que ha tenido un accidente con cuatro camiones. Estoy seguro de que, en otra circunstancia, el padre le hubiera dado cuatro hostias.



















El nuevo chófer se llama Fabrizio. No faltan rezos y cánticos cristianos para saludar la jornada. Enchufo mi mp3.

En las catacumbas de santa Priscilla hace un frío que pela. Mi mujer me deja una camiseta de manga larga. Atravesamos una desolación de tumbas vacías y pasillos mal iluminados. Miro los corredores prohibidos con deseo.

Diana nos recoge con una sonrisa. No sé si lo he dicho, pero tiene gran parecido físico con la actriz Audrey Hepburn. Como el día anterior, reparte micrófonos con un auricular. Todo un invento. En la basílica de San Juan de Letrán, mi madre exclama ante la estatua de Constantino: «Si tuviera un mochico le limpiaba el polvo». No tiene remedio.

Siempre que abandonamos el bus, la guía advierte que no olvidemos nada. Sin embargo, las señoras son un peligro. Una mochila, una muleta, un rosario comprado apresuradamente. Después de comer, se aparece el fantasma de Gigi, pero otro chófer recoge puntual al grupo en nombre de Fabrizio.

Por la tarde dejan que estiremos un poco las piernas. Callejeando callejeando Roma nos conduce a la Fontana de Trevi. Está abarrotada de gente bajo el sol implacable de junio. Tiro la jodida moneda y le doy a un japonés en el ojo. A menudo suena el silbato de la policía; algún listillo mete la mano en el agua.

Es hora de gastar unos euros, pero a la hora convenida un par de señoras no aparecen. Mi mujer va a buscarlas. Continuamos nuestro paseo y encontramos más gente sentada alrededor de otras fuentes. Lo que les gustarán las aglomeraciones a estos italianos.

Durante la cena, el cura invita a una botella de vino blanco. La siguiente noche lo haré yo, y así sucesivamente. Me he traído un síndrome de abstinencia terrible pero nada de fe.



















Fabrizio atraviesa la ciudad encapotada, que se despereza lentamente. Voy a tasar el oro del Vaticano, un encargo de José Luis. De momento, una larga cola de serpiente rodea la muralla. Es lo que toca si no reservas con antelación.

El Vaticano es un país: tiene su banco, su helipuerto, su propia moneda y hasta una guardia especial, la suiza. En los museos, siglos de historia nos contemplan desde los ojos del Laoconte o los frescos de la Capilla Sixtina. A estas alturas, no me sorprenden ni los empujones ni los codazos, pero sí las constantes llamadas al silencio por parte de los vigilantes. Parecen viejas en un velatorio.

A la hora de la siesta recalamos en la plaza Navona, una especie de corazón para pintores estrafalarios, rastafaris y estatuas humanas. Me pierdo en la librería Spagnola, donde acabo comprando una taza para mis tardes de té y letras. Diana se despide del grupo, que acuerda reunir una propina.

Hoy es 24 de junio, noche de la Cremà, y siento cierta nostalgia repugnante de las Hogueras. Noticias tristes llegan de España. Un niño de ocho años ha muerto víctima de un petardo.
























Ayer el tiempo refrescó y llegué al hotel como un témpano de hielo. Es una suerte que me haya traído pantalones largos. No sé si os he contado que en el grupo viaja una ciega, cuya acompañante a veces acelera como un sidecar. También viene un cantor. Es un jubilado muy servicial que, cuando está contento, recita versos de Miguel Hernández.

Pasamos la mañana en Asís. Como no me convence el aseo zarrapastroso que sugiere la guía, escapo mientras mis compañeros visitan una iglesia, pido un café italiano y disfruto de quince minutos en un inodoro en condiciones.

El restaurante donde comemos es cojonudo, aunque esté perdido entre las callejuelas medievales de Asís. Es la primera vez que no sirven pasta y a punto estoy de emocionarme.

La última noche en Roma me acuesto pronto. Mañana nos despiertan a las cinco y media para asistir a la audiencia papal en la plaza de San Pedro. En la habitación de al lado montan una juerga. Horror. Son jóvenes de quince o dieciséis años. Uno de ellos bebe un vaso de vodka. Le sienta mal. Pasa la noche entre arcadas sin que nadie de recepción se apiade de nosotros. Mi mujer ronca tan a gusto que la despierto.



















Estoy bastante despejado para no haber pegado ojo. Metemos las maletas en el autobús. En un abrir y cerrar de ojos nos depositan en una cola como las que se forman para un concierto de Bruce Springsteen. En una mano llevamos una bolsa con el desayuno. Afortunadamente, quedan asientos libres en la plaza. Falta hora y media para el acto. Bajo un sol de justicia nos disponemos a esperar de la mejor manera posible, algunos echando un sueñecito.

El Papa Francisco llega alrededor de las diez. Desde mi posición, no distingo el vehículo que lo transporta, y se asemeja a un fantasma flotante. Habla sobre la igualdad desde su palco en sombra. Lo traducen a seis o siete idiomas. Antes lo hacían a más de veinte. Las doscientas mil personas allí congregadas agitan banderines. Me imagino al joven de quince años empuñando la botella de vodka, preparado para lanzarla.

He visto Roma untada encima de una tostada. Espero volver algún día, ahora que sé que no se diferencia de cualquier ciudad mediterránea y que su idioma es fácil de entender. El Vaticano, desde luego, no lo piso más. Me voy sin probar la pizza: porca miseria.




7 comentarios:

  1. José, ¿Has pensado enviar esta crónica a algún concurso de relatos de viajes? No lo descartes.
    Me da la impresión de que los viajes organizados no te van, de que tú eres más de ir por libre.
    El grupo, sin duda, muy pintoresco, pero lo de volver sin comer pizza no te lo perdono, jajaja... Qué le vamos a hacer. Me gusta.

    Un abrazo.

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    1. Pues no tenía ni idea de que existían esa clase de concursos, pero mi intención ha sido la de relatar las vivencias del viaje basándome en notas tomadas a vuela pluma, nunca mejor dicho.
      En cuanto a la libertad, ya sabes que el lobo tira al monte. Lo que ocurre es que la falta de parné hace extraños compañeros de cama.
      Lo de la pizza es imperdonable, lo sé. Una excusa para volver.

      Un abrazo.

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  2. Siempre hay excusa para volver a Roma: la pizza, el limoncello… Te has perdido algunas cosas :-) Sin embargo, te has traído a Laoconte (una de mis esculturas favoritas) y una extraordinaria crónica de viaje.

    Cuando regreses, que lo harás, hazlo sin grupo. Merece la pena perderse por su calles, plazas, trattorías… y alguna que otra iglesia, por supuesto.

    Gracias por hacernos partícipes de tu viaje y, sobre todo, por regresar.

    Besos y abrazos.

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    1. No se puede decir nunca de ese limoncello no beberé. Del viaje me queda una actitud de quitarle hierro a la vida, y he aprendido que no hay personas absolutamente malas ni absolutamente buenas.
      Luego te paso unas fotos inéditas, que en los museos vaticanos había mucho machote cachas.

      Un abrazo.

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  3. tus cronicas son indispensables y originales donde las haya.
    no he ido nunca a Roma, pero creo que tendre en cuenta algunos detalles antes de desplazarme hasta alli.
    ayayayay, lo de la pizza muy mal, ehh, jeje
    te tocara volver solo por eso.
    un besote

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    1. Muchas gracias, brujilla, he procurado no escribir la típica crónica de viajes. Y lo que no he disfrutado en pizza lo he hecho en café y chicles de regaliz. Buenísimos.

      Un abrazo.

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  4. Gracias a ti, Daniel, parece una guía muy completa y seguro que ayudará al visitante y al reincidente.

    Un saludo.

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