miércoles, 29 de enero de 2020
EL SEÑOR (16)
La cena está a punto de concluir. El camarero sirve unos diminutos postres en platos gigantescos y recita el proceso de elaboración con una sonrisa beatífica en el rostro. En cuanto se marcha, retomo el monólogo allí donde lo había dejado: «Como iba diciendo, Nuria y yo hemos intentado ser buenas chicas. No resulta nada fácil. El drogadicto tiene que luchar cada día por conseguir su dosis. Nosotras la tenemos al alcance de una pequeña maldad diaria. En resumidas cuentas, necesitamos vuestra ayuda». Paco me observa con los ojos como platos. Mudo, desencajado.
Después de devorar su postre de una sola cucharada, Nuria rebaja la angustia cambiando de tema. Pregunta a mi marido con una sonrisita qué hacían Paco y él semidesnudos en el suelo.
—No cuestiones mi hombría —se revuelve Paco amenazándola con el dedo índice.
—Haya paz, haya paz —interviene Pedro.
Chasqueo los dedos y sirven cuatro whiskies con mucho hielo en vaso bajo. Miro un instante por la ventana. La luna llena se desliza entre jirones de niebla negra.
—Desde que os marchasteis —dice Paco más sereno—, hemos leído algunos manuales sobre técnicas de relajación. Ninguna tan efectiva como el yoga. El calor de agosto explica que no lleváramos camiseta.
Nuria y yo nos echamos a reír. Las dos hemos pensado lo mismo: si nos llegan a decir un mes antes que nuestros maridos serían unos amos de casa perfectos y aportarían paz a nuestras vidas, no lo habríamos creído.
Ellos tampoco creen lo que ven sus ojos mientras observan desde la calle. Nuria pide la cuenta, que asciende a casi quinientos euros. El tique aparece guardado en una cajita negra. Contiene también unos caramelos.
El primer proyectil impacta en la frente del camarero; el segundo rompe el cristal derecho de sus gafas. El restaurante silenciará por motivos obvios la historia de las chicas invisibles que se fueron sin pagar.
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