Cuando Alicia atravesó el espejo se sintió un poco como yo cuando crucé la frontera de Portugal. El portugués te entiende y tú le entiendes a él, y eso te hace sentirte como en casa, pero no debes olvidar que Portugal no es España. El portugués se toma su tiempo para realizar cualquier tarea, desde preparar un café a hacer el amor, algo que puede exasperar a más de un turista pero que debe dejar encantadas a las portuguesas.
La lluvia también se hizo de rogar y acompañó nuestra llegada a Fátima, donde se ubicaba el hotel, y nuestra visita a la ciudad de Coímbra. El frío determinó mis primeras compras: una chaqueta con forro polar y calcetines.
La Universidad de Coímbra es una de las más antiguas de Europa. Muchos jóvenes vienen de otras ciudades de Portugal e incluso del extranjero para estudiar en ella. No me extraña. Las diferentes facultades y las esculturas que las jalonan son colosales. Cruzo mis primeras palabras con la guía, que me sonríe mientras piensa en otra cosa. Los demás viajeros aún son desconocidos para nosotros, aunque no por mucho tiempo.
Un estudiante de Coímbra se deja fotografiar con el traje típico, del que brilla especialmente una señorial capa. Dicen que los que tienen novia exhiben un desgarrón en el centro de la capa. Si cortan con la muchacha, deben coser el desgarrón con el hilo del color de su facultad. Por lo visto, es más fácil conocer el expediente amoroso de un estudiante que el expediente académico. En esto no distan mucho de los universitarios españoles.
Tomo notas en el autobús que nos lleva de un sitio a otro, y cuando levanto la vista constato que hay mucha gente mayor. El conductor es un argentino que pilota bien, aunque se pierde por las rotondas y las mujeres. La guía sabe pararle los pies de forma discreta pero contundente.
En las playas de Nazaré aprovechamos un descanso para refugiarnos en una cafetería, donde los jóvenes y no tan jóvenes que formamos el grupo improvisamos una reunión de urgencia. Dos de ellos —aún no sé sus nombres— piden crepe con helado. Parece que quieran perderse el delicioso bacalao que el hotel sirve diariamente.
Nuestro hotel se llama Casa Victoria, y la mayoría opina que no es de recibo quejarse por la ganga que hemos pagado. Las habitaciones son limpias y muy confortables. El recepcionista funciona a pilas. La comida, como ya he dicho, no es demasiado variada. Eso sí, todos los días hay vino en la mesa.
Y es que nos encontramos en Fátima: lugar de oración y peregrinaje. Aquí no paran los ricos. Oigo los cánticos y las campanas desde mi habitación, mientras leo El País como si fuera un tesoro. Los hermanos Gasol han conseguido una victoria más de España en baloncesto.
A partir de ahora se suceden las jornadas maratonianas. Todo se mezcla en mi cabeza. En Lisboa, la capital del fado, deseo bajarme del autobús y escapar en uno de esos tranvías que en Portugal llaman «eléctrico». Mi mujer sorprende mi ataque de melancolía y se burla cariñosamente.
Casi nos arrastran a punta de pistola a probar los pasteles de Belém, el barrio histórico de Lisboa. La duna en la que se asienta preservó la mayoría de sus edificios del terremoto de 1755.
Los lisboetas son un poco envidiosos. El Puente 25 de Abril imita al Golden Gate de San Francisco. Existe un Cristo similar al de Río de Janeiro en lo alto de una de las siete colinas que rodean Lisboa, como si ambos países, Brasil y Portugal, se dieran la mano.
Visitamos el monasterio de los Jerónimos, donde los sarcófagos del navegante Vasco de Gama y del poeta Luís de Camões descansan sobre leones. Camões escribió en 1572 Os Lusíadas (Los hijos de Luso), una epopeya en la que narra la historia de Portugal. Vasco de Gama descubrió una ruta de las especias hasta Asia. Ambos aparecen en el Monumento de los Descubridores, uno de los símbolos más famosos de Portugal.
Comemos en el restaurante «La Valenciana» bacalao desmenuzado con patatas al horno, mientras desfilan unas sospechas bandejas de pollo que algún listillo se ha pedido alegando misteriosas alergias.
Por la tarde, paseamos por la Boca do Inferno, unos acantilados la mar de sugerentes para un película de terror. De haber sabido de su existencia, Hitchcock habría rodado aquí «Vértigo».
Nos dan el día libre. Unos lo aprovechan para dormir, otros para visitar las cercanas cuevas de Amoneda. Algunos empezamos a trabar cierta amistad. Vidal, albañil de vocación, y un servidor nos proponemos la difícil tarea de encontrar un bar en Fátima. Porque hay que decir que los de aquí viven por y para la venta de objetos religiosos.
Esa noche, disfrutamos de unas horas de distensión en el recóndito pub «Jazmín». Además del citado Vidal, nos acompañan Juan y las Almudenas, Sergio y Crisbel (una joven pareja tinerfeña) y María Bueno.
Oporto, la segunda ciudad en importancia de Portugal, me cautiva más que Lisboa. No sé, puede que sea el carácter de su gente, más abierta y alegre de lo que suele ser común en tierras lusas. Quizás sea la imponente belleza del río Duero, nacido en Soria, surcado por unas embarcaciones típicas llamadas rabelos.
Visitamos la Catedral de Oporto, una mezcla de estilos. Su oscuridad interior se la debe al románico, su extraordinario rosetón al gótico y el recargado estilo decorativo en pan de oro al barroco. Toda una delicia para los sentidos.
Me pierdo en la librería Lello, que tal vez no les diga nada, pues se la conoce más como la librería de Harry Potter. Dicen que J. K. Rowling se inspiró en ella para la creación de su famoso personaje.
Nos relajamos en «El Majestic», la cafetería más antigua de Oporto. Un café cuesta dos euros, pero merece la pena realizar este viaje en el tiempo hasta 1921, la fecha de su fundación.
De camino al monasterio de Alcobaça, la guía nos relata la trágica historia de amor del rey don Pedro y doña Inés de Castro. Doña Inés era la dama de compañía de doña Constanza, futura esposa de don Pedro. El padre de don Pedro se entera de los amores de éste con doña Inés y la manda asesinar. Tiempo después, cuando don Pedro sucede a su padre en la corona, ordena exhumar el cadáver de su amada. Entonces toda la corte es obligada a desfilar y besar la mano cadavérica de doña Inés, para proclamar así que es la auténtica reina.
Con esta truculenta historia, admiro si cabe más los sepulcros de don Pedro y doña Inés, situados en la iglesia del monasterio. Sergio capta con su cámara las figuras talladas en piedra de dos hombres dándose un pico en una de las tumbas. Me sugieren que el amor no entiende de fronteras.
Al día siguiente, nos levantamos a las cinco y media de la mañana. Nunca había madrugado tanto. Duermo hasta la frontera de Portugal, suscitando la razonable envidia de Vidal. La noche anterior nos acostamos tarde, bebiendo y charlando en nuestro querido pub «Jazmín».
Los estómagos no están para muchos trotes, así que improvisamos un picnic en el césped de un restaurante de Extremadura. A partir de ahora comienzan las inevitables despedidas, que intento distraer con la música del mp3. Llevo «Diamantes», el último LP de El Columpio Asesino.
De entre todos los diamantes de Portugal, una imagen se resiste a desaparecer. En el trenecito de Fátima cantando la canción de Los Mosqueperros…
Eran uno, dos y tres... Demasiado olor a cirios.
La lluvia también se hizo de rogar y acompañó nuestra llegada a Fátima, donde se ubicaba el hotel, y nuestra visita a la ciudad de Coímbra. El frío determinó mis primeras compras: una chaqueta con forro polar y calcetines.
La Universidad de Coímbra es una de las más antiguas de Europa. Muchos jóvenes vienen de otras ciudades de Portugal e incluso del extranjero para estudiar en ella. No me extraña. Las diferentes facultades y las esculturas que las jalonan son colosales. Cruzo mis primeras palabras con la guía, que me sonríe mientras piensa en otra cosa. Los demás viajeros aún son desconocidos para nosotros, aunque no por mucho tiempo.
Un estudiante de Coímbra se deja fotografiar con el traje típico, del que brilla especialmente una señorial capa. Dicen que los que tienen novia exhiben un desgarrón en el centro de la capa. Si cortan con la muchacha, deben coser el desgarrón con el hilo del color de su facultad. Por lo visto, es más fácil conocer el expediente amoroso de un estudiante que el expediente académico. En esto no distan mucho de los universitarios españoles.
Tomo notas en el autobús que nos lleva de un sitio a otro, y cuando levanto la vista constato que hay mucha gente mayor. El conductor es un argentino que pilota bien, aunque se pierde por las rotondas y las mujeres. La guía sabe pararle los pies de forma discreta pero contundente.
En las playas de Nazaré aprovechamos un descanso para refugiarnos en una cafetería, donde los jóvenes y no tan jóvenes que formamos el grupo improvisamos una reunión de urgencia. Dos de ellos —aún no sé sus nombres— piden crepe con helado. Parece que quieran perderse el delicioso bacalao que el hotel sirve diariamente.
Nuestro hotel se llama Casa Victoria, y la mayoría opina que no es de recibo quejarse por la ganga que hemos pagado. Las habitaciones son limpias y muy confortables. El recepcionista funciona a pilas. La comida, como ya he dicho, no es demasiado variada. Eso sí, todos los días hay vino en la mesa.
Y es que nos encontramos en Fátima: lugar de oración y peregrinaje. Aquí no paran los ricos. Oigo los cánticos y las campanas desde mi habitación, mientras leo El País como si fuera un tesoro. Los hermanos Gasol han conseguido una victoria más de España en baloncesto.
A partir de ahora se suceden las jornadas maratonianas. Todo se mezcla en mi cabeza. En Lisboa, la capital del fado, deseo bajarme del autobús y escapar en uno de esos tranvías que en Portugal llaman «eléctrico». Mi mujer sorprende mi ataque de melancolía y se burla cariñosamente.
Casi nos arrastran a punta de pistola a probar los pasteles de Belém, el barrio histórico de Lisboa. La duna en la que se asienta preservó la mayoría de sus edificios del terremoto de 1755.
Los lisboetas son un poco envidiosos. El Puente 25 de Abril imita al Golden Gate de San Francisco. Existe un Cristo similar al de Río de Janeiro en lo alto de una de las siete colinas que rodean Lisboa, como si ambos países, Brasil y Portugal, se dieran la mano.
Visitamos el monasterio de los Jerónimos, donde los sarcófagos del navegante Vasco de Gama y del poeta Luís de Camões descansan sobre leones. Camões escribió en 1572 Os Lusíadas (Los hijos de Luso), una epopeya en la que narra la historia de Portugal. Vasco de Gama descubrió una ruta de las especias hasta Asia. Ambos aparecen en el Monumento de los Descubridores, uno de los símbolos más famosos de Portugal.
Comemos en el restaurante «La Valenciana» bacalao desmenuzado con patatas al horno, mientras desfilan unas sospechas bandejas de pollo que algún listillo se ha pedido alegando misteriosas alergias.
Por la tarde, paseamos por la Boca do Inferno, unos acantilados la mar de sugerentes para un película de terror. De haber sabido de su existencia, Hitchcock habría rodado aquí «Vértigo».
Nos dan el día libre. Unos lo aprovechan para dormir, otros para visitar las cercanas cuevas de Amoneda. Algunos empezamos a trabar cierta amistad. Vidal, albañil de vocación, y un servidor nos proponemos la difícil tarea de encontrar un bar en Fátima. Porque hay que decir que los de aquí viven por y para la venta de objetos religiosos.
Esa noche, disfrutamos de unas horas de distensión en el recóndito pub «Jazmín». Además del citado Vidal, nos acompañan Juan y las Almudenas, Sergio y Crisbel (una joven pareja tinerfeña) y María Bueno.
Oporto, la segunda ciudad en importancia de Portugal, me cautiva más que Lisboa. No sé, puede que sea el carácter de su gente, más abierta y alegre de lo que suele ser común en tierras lusas. Quizás sea la imponente belleza del río Duero, nacido en Soria, surcado por unas embarcaciones típicas llamadas rabelos.
Visitamos la Catedral de Oporto, una mezcla de estilos. Su oscuridad interior se la debe al románico, su extraordinario rosetón al gótico y el recargado estilo decorativo en pan de oro al barroco. Toda una delicia para los sentidos.
Me pierdo en la librería Lello, que tal vez no les diga nada, pues se la conoce más como la librería de Harry Potter. Dicen que J. K. Rowling se inspiró en ella para la creación de su famoso personaje.
Nos relajamos en «El Majestic», la cafetería más antigua de Oporto. Un café cuesta dos euros, pero merece la pena realizar este viaje en el tiempo hasta 1921, la fecha de su fundación.
De camino al monasterio de Alcobaça, la guía nos relata la trágica historia de amor del rey don Pedro y doña Inés de Castro. Doña Inés era la dama de compañía de doña Constanza, futura esposa de don Pedro. El padre de don Pedro se entera de los amores de éste con doña Inés y la manda asesinar. Tiempo después, cuando don Pedro sucede a su padre en la corona, ordena exhumar el cadáver de su amada. Entonces toda la corte es obligada a desfilar y besar la mano cadavérica de doña Inés, para proclamar así que es la auténtica reina.
Con esta truculenta historia, admiro si cabe más los sepulcros de don Pedro y doña Inés, situados en la iglesia del monasterio. Sergio capta con su cámara las figuras talladas en piedra de dos hombres dándose un pico en una de las tumbas. Me sugieren que el amor no entiende de fronteras.
Al día siguiente, nos levantamos a las cinco y media de la mañana. Nunca había madrugado tanto. Duermo hasta la frontera de Portugal, suscitando la razonable envidia de Vidal. La noche anterior nos acostamos tarde, bebiendo y charlando en nuestro querido pub «Jazmín».
Los estómagos no están para muchos trotes, así que improvisamos un picnic en el césped de un restaurante de Extremadura. A partir de ahora comienzan las inevitables despedidas, que intento distraer con la música del mp3. Llevo «Diamantes», el último LP de El Columpio Asesino.
De entre todos los diamantes de Portugal, una imagen se resiste a desaparecer. En el trenecito de Fátima cantando la canción de Los Mosqueperros…
Eran uno, dos y tres... Demasiado olor a cirios.