Trescientas cincuenta mil personas se reunieron este año en una pedanía de poco más de setecientos habitantes. Lo sé porque estuve allí con mi madre. Soportamos con estoicismo una cola de una hora para entrar al templo. El buen tiempo y el fin de las restricciones de la Pandemia han contribuido a un record de afluencia.
Mi plan original era no asistir, pero mis padres me inculcaron la tradición desde niño. Luego he peregrinado con mi mujer y mis hijos. Lo llevo en la sangre como una droga.
Evidentemente, los ochenta y ocho años de mi madre nos obligaron a coger el autobús. Nada de exhibiciones físicas. Durante la cola, nos protegimos del sol. Una anciana que iba delante no lo hizo y pagó las consecuencias con un golpe de calor.
El despliegue policial y sanitario —propio de un concierto de los Rolling Stones— facilitó ese baño de multitudes que añorábamos sin saberlo, esa explosión de alegría fuera de toda lógica. Al volver a casa, calenté la comida hecha por mi hijo. Luego abandoné el reloj en cualquier rincón y sentí el dulce cansancio del caminante.