Soñé a principios de año que asistía al funeral de Pau Gasol, quien, por fortuna, solo se ha retirado del baloncesto profesional. Lo realmente insólito es que era amigo personal del jugador y debía pronunciar, al estilo americano, el panegírico. Desgraciadamente, había traspapelado el discurso. Pude recurrir al de mi madre, también presente en el sepelio, pero, al final, decidí improvisar unas sentidas palabras.
Más recientemente, soñé que estaba en una especie de terminal. Allí, en medio del tráfico de viajeros, mi madre se atrevía a confesarme que, a sus ochenta y siete años, se había vuelto a casar. La miré con los ojos como platos. No quise oír más detalles, pero ella no podía callar. El nuevo marido era un negro de veinticinco años con el pelo a lo afro. Por arte de birlibirloque, el chico apareció ante mí y me lo presentó. Desde una ventana del edificio, se distinguía un grafiti sobre un muro. Me dijo, con orgullo mal disimulado, que lo había pintado él.
No dejan de ser delirantes las salidas que propone mi cerebro ante los escollos de la existencia. Quizá soñar no sea otra cosa que dar rienda suelta a un humorista reprimido en medio de tanta racionalidad absurda. En cualquier caso, me atrevería a interpretar que una etapa termina y otra comienza. Ojalá la vieja alianza entre el día y la noche haga más llevaderas las nuevas realidades.