Durante uno
de sus solitarios paseos, vio a su padre pescando doradas en el Tiro Pichón. Parecía
imposible —había fallecido recientemente—, pero el corazón le decía que era él.
Siempre de espaldas, siempre mirando al mar. Con solo pensar en comprobarlo,
temblaba de pies a cabeza. Cuando estaba a punto de rozarle un hombro, se caló
la inconfundible gorra de marinero que fue a la basura.
Incluido en la antología Microterrores publicada por Diversidad Literaria.
Uf, debe ser genial ver a los ausentes, me encantaria. Buen relato más que bien, estupendo. Un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias, Ester. Ellos están en nuestro corazón y, si no se cruza lo extraordinario, con eso basta.
EliminarUn abrazo.
Yo sentí algo parecido con una mujer mayor... se me heló la sangre.
ResponderEliminarSaludos.
Supongo que la confundirías con algún familiar tuyo, pero, por un momento, te quedas en suspenso.
EliminarUn abrazo.
Estupendo texto lleno de finura expresiva y emoción. No defraudas nunca, querido José. Abrazos.
ResponderEliminarMuchas gracias. Cuántas veces la literatura y el cine han hecho realidad nuestras fantasías de ultratumba.
EliminarUn abrazo.