Del 20 al 24 de junio, mi hija y yo decidimos escapar a Valencia huyendo de las fiestas incívicas por antonomasia: las Hogueras de San Juan. Tenía reserva en el Moontels, un apartahotel situado en un dédalo de calles junto al Mercado de Ruzafa. Al volver la esquina, la iglesia parroquial de San Valero Obispo y San Vicente Mártir. Nunca entramos. Enfrente, el pub gay Templo. Allí se celebraba otro tipo de misas menos ortodoxo, pero igualmente necesario para el espíritu.
Debíamos pulsar un código numérico que abría la puerta de la calle y de la habitación, pero no funcionaba. Cuánto echaba de menos una llave. En las oficinas de Moontels, me informaron de que no se activaba hasta las dos de la tarde. El reloj marcaba la una. La chica de la limpieza se ofreció amablemente a guardar nuestras maletas mientras tanto. Dimos un paseo por nuestros dominios y, de paso, compramos algo de comida precocinada. La espera valió la pena: la habitación era luminosa, tranquila y acogedora. Justo lo que necesitábamos, aunque hubiera que dormir cama con cama como en el servicio militar. El pequeño balcón ataviado con una mesa y dos sillas iba a convertirse pronto en mi lugar preferido.
Al día siguiente, fuimos caminando hasta los Jardines del Turia. Se trata del mayor parque urbano de España. Mientras lo recorremos, noto el influjo beneficioso de la naturaleza. Clara se ha mimetizado con el entorno y no me extrañaría que, de un momento a otro, se transformase en árbol o abeja. Le cuento que, hace exactamente dieciséis años, paseaba por allí en la barriga de su madre. Siento una punzada de melancolía al recordar a mis padres empeñados en llegar andando hasta la Ciudad de las Artes y las Ciencias. No puedo dejar de admirar el Puente del Reino o de las gárgolas, situado después del parque Gulliver. Mi hija se ha abrasado el culo al lanzarse por uno de los toboganes gigantes.
Esa noche, cenamos en la pizzería Popular. Agotados pero felices de haber sobrevivido a la dura vida del turista. El camarero sería el primero de los muchos argentinos que nos encontramos en Valencia.
Cuando
me levanté el sábado, llamé a Moontels porque no sabíamos poner en marcha la
vitrocerámica. Habíamos intentado hervir agua para cocinar pasta el día
anterior y terminamos usando el microondas. El chico que me atendió fue
probando cosas hasta dar en el clavo. Debía pulsar durante diez segundos un
botoncito de seguridad que se usaba para la limpieza. Quedé muy aliviado de no
ser un perfecto inútil, aunque nunca volvimos a usar la placa de inducción. Por
algo estábamos de vacaciones.
Las tardes se convirtieron en nuestro momento de paz. Clara dibujaba o escribía; yo aprovechaba para leer y tomar alguna infusión. Luego salía a pasear por las enormes avenidas; daba igual la que escogieras: en esta ciudad todos los caminos conducen al Turia.
El
domingo visitamos el Museo Iluziona, una excusa para hacerse fotos en tres
dimensiones. Está ubicado en el entresuelo de la Casa Judía, una edificación
residencial de estilo art déco valenciano construida en 1930. Luego nos dejamos
caer por Lush, una tienda de cosmética donde al cliente se le cuida con especial
mimo. También caracoleamos por el Corte Inglés, no lo voy a negar. Allí me
compré un tebeo de Mortadelo y Filemón, quizá tratando de no perder el niño que
todos llevamos dentro.