miércoles, 25 de septiembre de 2024

VALENCIA



Del 20 al 24 de junio, mi hija y yo decidimos escapar a Valencia huyendo de las fiestas incívicas por antonomasia: las Hogueras de San Juan. Tenía reserva en el Moontels, un apartahotel situado en un dédalo de calles junto al Mercado de Ruzafa. Al volver la esquina, la iglesia parroquial de San Valero Obispo y San Vicente Mártir. Nunca entramos. Enfrente, el pub gay Templo. Allí se celebraba otro tipo de misas menos ortodoxo, pero igualmente necesario para el espíritu.

Debíamos pulsar un código numérico que abría la puerta de la calle y de la habitación, pero no funcionaba. Cuánto echaba de menos una llave. En las oficinas de Moontels, me informaron de que no se activaba hasta las dos de la tarde. El reloj marcaba la una. La chica de la limpieza se ofreció amablemente a guardar nuestras maletas mientras tanto. Dimos un paseo por nuestros dominios y, de paso, compramos algo de comida precocinada. La espera valió la pena: la habitación era luminosa, tranquila y acogedora. Justo lo que necesitábamos, aunque hubiera que dormir cama con cama como en el servicio militar. El pequeño balcón ataviado con una mesa y dos sillas iba a convertirse pronto en mi lugar preferido.

Al día siguiente, fuimos caminando hasta los Jardines del Turia. Se trata del mayor parque urbano de España. Mientras lo recorremos, noto el influjo beneficioso de la naturaleza. Clara se ha mimetizado con el entorno y no me extrañaría que, de un momento a otro, se transformase en árbol o abeja. Le cuento que, hace exactamente dieciséis años, paseaba por allí en la barriga de su madre. Siento una punzada de melancolía al recordar a mis padres empeñados en llegar andando hasta la Ciudad de las Artes y las Ciencias. No puedo dejar de admirar el Puente del Reino o de las gárgolas, situado después del parque Gulliver. Mi hija se ha abrasado el culo al lanzarse por uno de los toboganes gigantes.

Esa noche, cenamos en la pizzería Popular. Agotados pero felices de haber sobrevivido a la dura vida del turista. El camarero sería el primero de los muchos argentinos que nos encontramos en Valencia.

Cuando me levanté el sábado, llamé a Moontels porque no sabíamos poner en marcha la vitrocerámica. Habíamos intentado hervir agua para cocinar pasta el día anterior y terminamos usando el microondas. El chico que me atendió fue probando cosas hasta dar en el clavo. Debía pulsar durante diez segundos un botoncito de seguridad que se usaba para la limpieza. Quedé muy aliviado de no ser un perfecto inútil, aunque nunca volvimos a usar la placa de inducción. Por algo estábamos de vacaciones.

Las tardes se convirtieron en nuestro momento de paz. Clara dibujaba o escribía; yo aprovechaba para leer y tomar alguna infusión. Luego salía a pasear por las enormes avenidas; daba igual la que escogieras: en esta ciudad todos los caminos conducen al Turia.

El domingo visitamos el Museo Iluziona, una excusa para hacerse fotos en tres dimensiones. Está ubicado en el entresuelo de la Casa Judía, una edificación residencial de estilo art déco valenciano construida en 1930. Luego nos dejamos caer por Lush, una tienda de cosmética donde al cliente se le cuida con especial mimo. También caracoleamos por el Corte Inglés, no lo voy a negar. Allí me compré un tebeo de Mortadelo y Filemón, quizá tratando de no perder el niño que todos llevamos dentro.

Regresamos a Alicante el Día de la Cremà, algo así como volver a Vietnam después de haber estado en un monasterio. Moontels guardó nuestras maletas porque el tren no salía hasta las cuatro de la tarde. Entretanto, nos fuimos despidiendo en silencio. Cada cual a su modo. Clara se compró un gofre espectacular. Yo jugueteé con la idea de sentarme en el balconcito del hotel a ver pasar las horas y esa luz portentosa que captó Sorolla en sus cuadros.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

LA HISTORIA DE PEQUEÑO


En el año 1997, Enrique Bunbury publicó «Radical Sonora». El disco fue mal acogido por un sector del público fanático de Héroes del Silencio y el resto no entendió esa deriva hacia la música electrónica. A mí me pareció un giro muy refrescante. Me lo compré después de pasar más frío que un esquimal cogiendo oliva en el campo de mis suegros.

Para recuperarse de su fallido debut en solitario, Bunbury decidió publicar un disco más y, en caso de que no funcionara, abandonaría la música para siempre. El álbum se llamó «Pequeño», salió a la venta el 6 de septiembre de 1999 y su primer sencillo era El extranjero: «Una barca en el puerto me espera / No sé dónde me ha de llevar / No ando buscando grandeza / Solo esta tristeza deseo curar». En nuestro viaje de bodas por Rumanía, el conductor del microbús nos dejó poner la canción. Realmente, impresionaba escuchar esos violines mientras atravesábamos los Cárpatos. El artista se sentía un extraño en su propio país, pero, aun así, no dejó de intentarlo.

A día de hoy, «Pequeño» me sigue pareciendo una obra maestra. Todas las canciones están guiadas por un afán de claridad, supongo que para alejarse lo máximo de los mensajes crípticos de Héroes del Silencio. El leitmotiv del disco podría palpitar en la nostálgica ¿Dudar?, quizás: «Pero sé que si me das / Un poco de tu cariño / Lo demás no va a importar». Cuando Enrique empequeñece, se agranda como ser humano. Nunca ha vuelto a escribir unas letras tan cercanas, humildes y profundas. Enrique nunca ha vuelto a ser tan Enrique.


miércoles, 4 de septiembre de 2024

MANDERLEY


Mi Manderley es Guardamar y regreso en sueños a los aromas de la infancia. La casa de la calle San Pedro está llena de todas las personas que la habitaron y, algunas noches, como en el hotel Overlook, los fantasmas celebran un conciliábulo que molesta a sus actuales propietarios.

Mis tíos se pasean por el piso de abajo. Angelita enchufa la televisión para ver la telenovela del momento: «Cristal». Juan me ha enseñado a disparar una escopeta de balines. De repente, suena el timbre de la puerta. El primo Antoñico viene de visita: su talante alegre hace que se le quiera como a un soplo de aire fresco. Cantan las chicharras. La tarde declina con esa languidez propia del verano. Sacamos unas sillas a la calle. Por la camisa abierta, asoma la prominente barriga de mi padre.

Si los sofás del salón hablaran, contarían el amor que derroché con Sandra. Besos de nube, de reencuentro, de deseo, de despedida, de comerse a besos. Nos quisimos tanto que acabamos odiándonos.

Poco a poco, la casa se quedó vacía. Las horas pasaban con una lentitud feroz. Llevaba a mis hijos a la playa por la mañana y la abuela los secuestraba al atardecer para arrastrarlos a la iglesia.

Cuando Angelita murió, mi tía de Albatera se lució diciendo que había dejado un hueco muy grande. Siempre fue ancha de carnes y alegre de espíritu. Nunca volveremos a Guardamar, pues se ha convertido en un teatro de sombras. Hasta los desconchones de las paredes me recuerdan que la felicidad está junto a las personas que quieres.


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