miércoles, 31 de octubre de 2012

EL ÚLTIMO HOMBRE























   
     Me llamo Manolo y soy el último hombre sobre la tierra.
     Bueno, dicho así suena bastante apocalíptico. Parece que haya caído una bomba atómica y sólo quede yo. Nada más lejos de la realidad. Hasta ahora, que sepa, no ha muerto nadie. Sin embargo, soy el último hombre sobre la tierra.
     Ocurrió de la noche a la mañana. Un día me levanté y todo había cambiado. La gente era distinta. Más sensiblera. Más blandengue. Los chicos del barrio no se peleaban, hacían ganchillo. Mi mejor amigo no eructaba ni bebía cerveza en el bar, sino que recogía donativos para salvar a la jirafa parda. Mi novia no estaba torturando a los alumnos en clase, sino repartiendo besos a todas las jovencitas con las que se cruzaba.
     Tanto tiempo solo, me ha permitido elaborar mi propia teoría sobre cómo sucedieron los hechos. Una especie de virus, producto sin duda de la experimentación bacteriológica con fines militares, se filtró a la atmósfera por accidente y ha convertido a todo el mundo en los seres que más odio sobre la faz de la tierra. A mí, gracias a Dios, no me ha afectado. Quizá porque soy miembro de la Benemérita.
     Desde entonces, cuando el sol se oculta, asedian mi casa. Casi nunca intentan entrar, pero no dejan de gritarme provocaciones.
     —¡Baja, maricón, únete a la fiesta!
     —¡Vamos, Manolo, lo estás deseando!
     Las primeras noches son un infierno. No me deja dormir ese acoso, pero sobre todo la burla que lo acompaña. Intento ignorar mi desesperada situación subiendo la música a todo volumen, pero es en vano.
     Desde hace algún tiempo, me pregunto si seré capaz de vivir en castidad eternamente. Quizá no me expreso bien: a mí me van las faldas. Sin embargo, uno no es de piedra. De vez en cuando me he sorprendido fantaseando o espiando a esos homosexuales. Montan sus orgías frente a mi ventana. Parece que se lo pasan de miedo.
     —¡Baja, maricón, no vamos a comerte!
     —¡Echa un polvo, cariño!
     Los homosexuales suelen pasar el día durmiendo, de modo que aprovecho esas horas para almacenar provisiones. Ni la radio ni la televisión emiten. Sólo me quedan mis pensamientos, mis lecturas y mis discos. Alguna vez he pensado en fugarme, pero algo me retiene. Mi novia y mi mejor amigo siguen ahí fuera. Algunas veces los he visto. Son los que me llaman incansablemente.
     —¡Baja, maricón, no seas tímido!
     —¡Aunque no lo creas, cariño, somos felices!
     He tomado una decisión: secuestraré a mi novia y nos largaremos lo más lejos que podamos. Registro las viviendas una por una, pero no consigo averiguar su paradero. La noche se echa encima. Soy buen deportista, así que imprimo a mi carrera la máxima velocidad posible. Me están esperando a la puerta de casa.
     Rodeado, sin salida, comprendo que un vehículo tal vez me habría salvado de mezclarme con esa chusma. Quizá, en el fondo de mi alma, sólo deseaba hacerlo. Además, no sé conducir.
     —¡Sube, gilipollas!
     El coche deja atrás lo que una vez fue mi hogar y se adentra en el desierto. Fuma un puro, escupe, eructa. No puedo creer la suerte que he tenido. El viejo que me ha rescatado asegura que, en la prisión, todos son machos.


Este relato participó en el Halloblogween 2012, una terrorífica propuesta de Teresa Cameselle.

miércoles, 24 de octubre de 2012

MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS




Hay muchas cosas en este mundo que no entendemos, pero eso no quiere decir que no existan. Sobre realidades incómodas habla Maribel Romero Soler en Más allá de las estrellas (Edimáter, 2012), su última novela destinada a público juvenil. 

El fenómeno OVNI representa, sin lugar a dudas, una de esas incógnitas que cualquier gobierno prefiere archivar en un cajón. Otra la constituyen los casos sin resolver de personas desaparecidas. Asociar ambos misterios es el desafío de esta novela de ciencia ficción.

Ana y Miguel forman una pareja que casi ha perdido la esperanza de encontrar a su hija Claudia, desaparecida quince años atrás. El inspector Gálvez, encargado del caso, se ha dado por vencido. Un buen día, Ana recibe una llamada de alguien que dice haber visto a su hija. Escéptica, se lo cuenta a su marido. Este acude a comisaría a ponerlo en conocimiento del inspector, pero en su lugar encuentra a Ramón Páez, un joven policía de mentalidad abierta que tiene su propia teoría sobre los hechos.

Ramón sostiene que Claudia es una chica especial dotada de un sexto sentido que le permite comunicarse con extraterrestres, y que estos son los culpables de su prolongada ausencia. Aunque algo cotillas, los alienígenas de la escritora ilicitana se revelan bastante pacíficos y terriblemente tímidos: apenas tienen una frase en toda la novela.

Una de las grandes virtudes del estilo de Maribel Romero es que no peca de ser excesivamente literaria, de ahí su tirón entre el público de todas las edades. De esta cualidad se derivan dos banderas que todo escritor debería enarbolar: la concisión y la sencillez expresiva. Es frecuente leer hoy en día historias de cuatrocientas páginas que podrían haberse contado en menos de la mitad. 


Al alabarle a Maribel Romero lo bien documentada que me había parecido la novela, me comentó que se había servido fundamentalmente de internet. Se me olvidó añadir que Más allá de las estrellas posee el final más conmovedor que he leído en los últimos años, porque como su autora afirma: «El cariño es un lenguaje universal que todo el mundo entiende».


viernes, 19 de octubre de 2012

VIVA LA MIOPÍA






















A finales de octubre cumplo años, pero en esta ocasión me importa un poco menos, ya que el blog EL LIBRO DISTRAÍDO me cita entre los jóvenes autores alicantinos que han publicado en 2012. Será que no se han puesto las lentes para ver que ya pinto canas, será que en esto de la literatura los octogenarios son aún niños de teta. En cualquier caso, que vivan los jóvenes de treinta y muchos, y la miopía.

lunes, 8 de octubre de 2012

TOLEDO

Hasta hace poco hubiera jurado que Castilla la Mancha era tan llana como una tabla de planchar. Mi primera impresión cuando bajo del autobús es que la ciudad de Toledo, egoísta, se ha quedado con toda la montaña para ella sola.

Oscurece y refresca. El taxista, animado ante la perspectiva de una carrera en domingo, nos pregunta de dónde venimos. Yo le pregunto, a su vez, si el hotel queda lejos. Demasiado tarde descubrimos que a tiro de piedra y que nos ha soplado un ojo de la cara.

Entramos en el hotel jurando en arameo, y el recepcionista, que ya se huele el percal, no puede evitar una sonrisa. En parte buena gente, en parte solidario a la hora de sablear al turista nos sugiere un restaurante para cenar. Se le conoce por el Bu y se ubica en un miradero. Es el momento de relajarse ante una cerveza, de dejar atrás trabajo, hijos y responsabilidades.

Amanece y aún refresca, aunque la noche ha sido más bien calurosa. Mi mujer advierte que la ducha pierde agua y, al informar del problema, nos cambian de habitación. La nueva está al final del pasillo y a mí se me antoja más tétrica. Posee un ventanuco a ras de suelo por donde circulan piernas bien torneadas o pantorrillas pilosas. 

Toledo, a la luz del día, carece del embrujo con el que sus callejuelas empedradas y sus farolas de oro acogen al noctámbulo, mientras el eco de las pisadas sugiere un silencio sepulcral. De vez en cuando te giras por si te sigue alguien: es la cercanía de tu propia sombra.


Desayunamos algo ligero y ganamos la calle, topándonos de bruces con una nube de mosquitos que parece darnos la bienvenida. El río Tajo rasga la ciudad en dos allá abajo. Nuestro hotel se yergue en la falda del peñón, y a pocos pasos unas escaleras mecánicas ascienden al casco antiguo, que corona la cima. Usaremos tantas veces dichas escaleras que nos sentiremos un poco Michael Landon en Autopista hacia el Cielo.

El casco antiguo toledano tiene su punto de partida en la plaza Zocodover, de la cual nacen tentáculos repletos de tiendas consagradas al turista. Da lo mismo que te escondas. Tarde o temprano te engullirán. Un trenecito infantil da paseos a quienes prefieren no andar, pero es mejor ir a la aventura. El primer destino obligatorio es la catedral. Escogemos una oferta que incluye visita guiada a la misma, una iglesia, una sinagoga y un monasterio.

El guía narra la historia de la catedral con una fina ironía que se agradece. Me impresiona la profunda tristeza de las pinturas del Greco, un artista incomprendido en su época. En la sinagoga de Santa María la Blanca una monja muerde una manzana mientras espera que alguien le compre un souvenir. Curiosa imagen que demuestra que en Toledo conviven tres culturas: la judía, la cristiana y la musulmana.

Hablando de comer, nos ha salido al paso un restaurante árabe llamado La Casa de Damasco, habilitado en una antigua cueva. Perdemos la cabeza ante la perspectiva de un té moruno.























Por la tarde visitamos algún museo, que los hay a patadas, esperando con ansiedad de vampiros la caída del sol. Hemos reservado una ruta nocturna por el Toledo misterioso.

Con pulsera acreditativa de la excursión, que hay mucho fantasma, nos ponemos en camino. Tras salvar algunas cuestas, el guía se detiene bajo el techo de un cobertizo. Relata la truculenta forma de averiguar si una mujer era bruja en la Edad Media, que consistía en lanzarla al río. Más adelante paramos en el número 17 de la calle del Duende, que nadie quiere habitar pese al alquiler ridículo. Allí vivían dos solteras que pasaron a mejor vida y dejaron la casa a su ama de llaves. Todo fue bien hasta que la señora sorprendió a las antiguas dueñas durante un paseo espectral.


A estas alturas de la ruta, me acuerdo de mi amigo José Luis Ruiz Dangla, cuya silla de ruedas haría furor por los tortuosos callejones de Toledo. De vuelta a la realidad, descendemos a otra cueva, situada esta vez en una propiedad particular. El guía porta una linterna enorme para evitar cualquier apagón. Nos cuenta que aquel era refugio de intelectuales que gustaban del vino y la juerga. También deambulan por sus corredores una mujer de blanco y dos infantes, con quienes jugaban los hijos del anterior propietario. La dueña de la casa prefiere esperar arriba. 

Como epílogo, el cabroncete del guía se ofrece a informar a quien le interese si su hotel alberga un fantasma. El nuestro no tiene premio, pero entre las luces que se encienden automáticamente, el pasillo en penumbra y el piloto rojo de la televisión paso una auténtica noche toledana.

















La claridad de la mañana disipa las sombras, aunque no las de la concejal socialista de Los Yébenes, cuyo calentón grabado en vídeo algún envidioso ha colgado en la red. Para huir de la erótica del poder, decido practicar algo de senderismo por la orilla del Tajo. Encuentro una balconada artificial al seguir a un grupo de adolescentes risueños. Discurre a varios metros sobre el río, donde pescan jóvenes anclados como juncos o entre peligrosos peñascos. Al final me aguarda una especie de estanque que habitan cientos de patos. Si lo viera un chino…

Quedan las últimas compras, de las que me desentiendo, aprovechando para gozar de un paseo sin rumbo ni dirección. Aún andaría extraviado por el casco antiguo de Toledo si una figura meditabunda con un libro bajo el brazo no me hubiera preguntado la hora. Esta vez alcanzamos la estación de autobuses a pie, y literalmente nos desplomamos sobre los asientos.


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