Un día me topé en facebook con Alfonso López, que curiosamente se llama igual que mi hijo. Estudiamos juntos en el colegio Juan XXIII —en la actualidad Pedro Herrero—. Hubo un amago de tomar café, pero la cosa quedó en el aire. Al cabo del tiempo, coincidí con otros compañeros, y la intención inicial se transformó en una quedada.
Alfonso López y Óscar Crespillo, de forma completamente altruista, se echaron a la espalda la responsabilidad de organizar todo el tinglado. En primer lugar, eligieron una fecha: el 9 de mayo de 2015. Luego montaron un grupo de whatsapp para que todo el mundo se pusiera al día.
A lo largo de varias semanas, intercambiamos mensajes unos con otros para completar el rompecabezas de los recuerdos, tan caprichoso que ilumina solo lo que le conviene. Hubo un instante de tensión por culpa de la dichosa política que estuvo a punto de desbaratar los planes. Estoy seguro de que muchos contuvimos el aliento, como en una repetición del 23F. Por fortuna, se impuso el sentido común. También hubo un compañero que ingresó en el hospital. Fue un placer saludarle en la quedada.
Supe que faltaba poco para la cita cuando la chaqueta de invierno dio paso a la camiseta de manga corta. Típico de Alicante. Óscar Crespillo, que asegura que no obtuvo comisión, hizo una reserva para comer en el restaurante Los Faroles. La gente empezó a confirmar quién asistiría.
La víspera hubo quien confesó estar nervioso. Yo lo estaba. Hacía más de veinticinco años que no veía a mis compañeros de colegio. Pero la emoción dominaba sobre el resto de sentimientos.
El primer mensaje que leí el 9 de mayo fue el de Fernando Paterna, que invitaba a los residentes en el barrio de Carolinas a bajar juntos hasta la Plaza de las Flores. Allí nos habíamos citado para romper el hielo con una birra helada.
Ese sábado, la conocida Plaza del Mercado Central era un hervidero de gente celebrando el tardeo. Sin embargo, entre aquella multitud no resultó difícil localizar al grupo del 74. Solo teníamos que buscar las canas. Los primeros segundos de apretones de manos, abrazos y besos no se pueden expresar con palabras. Hay que vivirlos. Alguien me pasó una cerveza. No tardamos en hablar a gritos como si estuviéramos a la puerta del colegio. Una tamborada rompía los tímpanos.
Algunas chicas vinieron después, provocando un revuelo de admiración a su paso. Mientras aparecían, habíamos ocupado la mesa reservada en el restaurante. Me tocó junto a Vicente Lillo, el fotógrafo del grupo. A su lado se sentaba Alberto Alonso, que decidió incorporarse a última hora. A mi izquierda se colocaron los organizadores.
Para ser franco, la comida me pareció escasa. Curiosamente, nunca me había importado tan poco. Los recuerdos nos tenían tan embelesados que apenas hacíamos otra cosa que beber y hablar. Se mencionó la bofetada de don Antonio a cierto compañero que solo le preguntaba si se había hecho daño al caerse de la tarima. Otros profesores nos marcaron de una forma menos bestia, como José Catalá, Antogonza o Jose Miguel Rodríguez.
Tras los cafés, llegaron inevitablemente las primeras despedidas. El resto fuimos a tomar una copa al barrio. Allí me senté con otra gente y vuelta a empezar. Charlé con Toni, la pareja de Eva Ponce. Tienen un campo donde a veces organizan fiestas.
La segunda copa reunió a un grupo ya bastante mermado de supervivientes. Comentábamos alegres lo bien que había salido todo. Creo que las claves fueron respeto y ganas de disfrutar.
Me despedí de mis compañeros con una sonrisa en los labios. No fui de los primeros ni de los últimos en irse. Los más valientes se quedaron hasta las tantas de la noche.
Ha habido en esta experiencia una especie de catarsis, gracias a la cual me he librado de muchos complejos. Siempre fui el raro de clase, y en cierto modo lo sigo siendo. Qué importa. Digan lo que digan, la amistad de la infancia dura para siempre.