miércoles, 17 de abril de 2024

SANTA POLA



Hemos perdido la capacidad de no hacer nada y de deleitarnos con la simple observación. Las vacaciones se han convertido en un estresante periodo de maletas, horarios y gente. La señal inequívoca de que no disfrutamos es que, al volver, debemos descansar de las mismas. Por esa razón, un año más he vuelto a pasar unos días completamente solo en Santa Pola. Sobre todo, me atraía el reto de saber si sería capaz de arreglármelas por mí mismo.

Llegué el Jueves Santo a un cuarto piso sin ascensor. Aquel día no solo tuve que conectar la luz y el agua, sino también llené la nevera con más dudas que certezas porque soy un cocinero pésimo. La casa olía como la tumba de Tutankamón. Aquella noche no pegué ojo, pues las delgadas paredes filtraban los sonoros bostezos del vecino.

El viernes estuve tentado de limpiar, pero hacía un sol tan fabuloso que subí caminando hasta el Mirador del Faro. Invertí unas tres horas en cubrir de polvo mis zapatillas nuevas. Coincidí en el sendero con parejas, grupos de amigos, familias y dueños de perros. Muchos hablaban a gritos, incapaces de escuchar los mil y un sonidos de la montaña.

Durante el fin de semana, reuní valor y productos de limpieza para cumplir el juramento que le había hecho a la dueña: adecentar el piso a cambio de mi estancia. Barrí y fregué a discreción. Dejé el cuarto de baño que parecía el reino celestial. Una moscarda se introdujo, sin duda huyendo del fuerte viento, cuando me disponía a salir.

Una de las películas que me acompañaron, Formentera Lady (con el gran José Sacristán), habla de un solitario empedernido que descubre la importancia de los lazos gracias a su nieto. Yo no sabía bien qué hacía apartado de mi familia. Supongo que el amor también es eso: saber alejarse para volver fortalecido.

El lunes vino mi mujer a rescatarme con el coche. Había llenado la nevera de comida para un regimiento sin darme cuenta.

Cuando me disponía a cerrar la llave de paso —situada en el rellano del portal—, descubrí que había aflojado sin querer el contador de la luz de algún vecino. Este lo había devuelto a su estado original y, seguramente, se preguntaría por el gracioso.

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