Debo de haber dormido una eternidad, pues el lado de la cama en el que
se acuesta mi pareja está helado. Miro el reloj. Las cuatro de la tarde. Me
siento un poco delincuente. No es que no necesitara el sueño. Después de lo que
ha ocurrido lo necesitaba con toda mi alma. Pero ahora que no tengo trabajo me
parece que no hago nada útil.
Una ducha es lo que
preciso, y luego un café y un periódico. Me esfuerzo por concentrarme en esas
rutinas, aunque, desde el primer instante, soy consciente de que me voy a tener
que enfrentar a esto sola.
Cómo definirlo.
Una revelación que ha
generado en mí una nueva conciencia. De pronto me he sentido joven y vieja al
mismo tiempo. Como el señor. Él no quería desaparecer de este mundo sin
contarme su secreto.
El agua se desliza
por mi cuerpo y, pese a estar fría, noto calidez. Ni aún así me abandonan sus
palabras, susurradas una noche tras otra al oído. En especial una frase, que
era como el resumen de su legado: «El hombre es una plaga peor que cualquier monstruo».
Me pregunto qué
terribles experiencias habría sufrido para abominar de sus semejantes de tal
modo. Las mujeres, sin embargo, no le merecíamos una opinión tan pésima. Una
parte de mí me advierte que son los desvaríos de un loco. Otra se pregunta si
no tendrá razón.
Intento concentrarme en el periódico, pero la disociación entre mente y cuerpo llega a límites insospechados. Para el señor las mujeres somos, ni más ni menos, la salvación. El café acaba de derramarse sobre mi blusa. En vez de intentar limpiar la mancha, vierto el resto en el sofá.