Este
octubre, se cumplen trece años del mítico concierto que dieron Héroes del
Silencio en el Circuito Ricardo Tormo de Cheste (Valencia). Fui uno de los
afortunados espectadores.
El 14 de febrero de 2007, la banda
anunciaba oficialmente su regreso a los escenarios para celebrar una gira de
despedida con diez únicos conciertos multitudinarios. Nunca los había visto
tocar en directo desde que se separaran en 1996. No tardé en conseguir entradas
en el Estadio de la Romareda de Zaragoza que, más adelante, cuando salió el
concierto de Valencia, hube de revender. Una completa locura.
El 27 de octubre del mismo año, despertaba
en la cama de un céntrico hostal de Valencia con la sensación de estar viviendo
un sueño. Mi mujer, más práctica, me advirtió de que el sueño podía convertirse
en pesadilla si no nos desplazábamos pronto a Cheste. Después de desayunar,
cogimos un autobús que enlazaba con el pueblo. Era alrededor de mediodía cuando
llegamos al recinto, donde iniciamos una tediosa espera que duró hasta las
nueve de la noche. Bocadillos de cualquier cosa, calor pegajoso, aseos sin
intimidad, frío al caer la tarde, soledad en medio del gentío. No recuerdo de
qué hablamos ni cómo soportamos aquel tiempo muerto. Supongo que la ilusión
hacía milagros en dos jóvenes treintañeros. No solo por el concierto: íbamos a
ser padres de Clara en abril del año siguiente.
Cuando la desesperación hacía mella
en los rostros, las hipnóticas guitarras acústicas de «El estanque» abrieron el
concierto. Lo vimos trepados a una grada más tambaleante que una tabla de surf.
Enrique Bunbury era una bola de billar en la lejanía, pero su engolada voz
caldeaba la fría noche valenciana. Mi futura hija se chupaba el pulgar en el
vientre materno. El grupo desgranó, una a una, sus viejas canciones como si
fueran éxitos recientes. Sus crípticas letras seguían indescifrables como
algunas decisiones ilógicas de juventud. Con el himno «En los brazos de la
fiebre» despidieron una etapa de nuestras vidas, quizá no la mejor pero sí la
más intensa.