domingo, 26 de mayo de 2013

ADIÓS















—Se ha ido uno de los grandes —informa la locutora de manera grandilocuente.
Lloro sobre el mantel porque acabo de pagar con un billete de cincuenta la factura del restaurante. No celebro más cumpleaños.

domingo, 19 de mayo de 2013

VOLUNTARIO


















Mayo es el mes de las flores, de la Virgen, del buen tiempo… y se cumple mi primer año como voluntario para una asociación de Alicante llamada Dasyc.

Gracias a mi peculiar trabajo, tengo la fortuna de poseer las mañanas libres. Por eso, elegí pasar un par de horas a la semana con una persona mayor.

Me confiaron a José Luis Ruíz Dangla, un hombre aún relativamente joven. Es parapléjico y vive en un cuarto piso sin ascensor. Algo tan sencillo como salir a la calle, algo tan a la mano de cualquiera es un mundo para él.

Desde el principio, Cruz Roja se comprometió a bajarlo a la calle una vez por semana. Y han fallado más que la escopeta de un guardia. Unas veces por falta de voluntarios, otras porque se había estropeado la silla mecánica, otras por el tiempo (aún no se han enterado de que en Alicante siempre hace bueno). Y cuando venían, apenas disponíamos de dos horas de libertad en silla de ruedas. Casi siempre se demoraban en recogerlo. Si preguntabas por la exasperante impuntualidad, no te respondían. Somos ganado.

A José Luis no le ha quedado otra que rascarse el bolsillo para comprar su propia silla mecánica. Ni Cruz Roja ni la casa que se la ha vendido han previsto mandar a un profesional que nos enseñe a manejar el Terminator. Lo ha tenido que pedir como favor especial. A uno le entran ganas de gritar: eh, capullos, dejad de perder masa encefálica en el gimnasio y venid a hacer algo útil.

José Luis y yo tenemos dos cosas en común, aparentemente contradictorias. Somos ateos y nos gustan los temas paranormales. Estos asuntos nos han proporcionado muchas charlas, muchos cafés, muchas risas. Y por supuesto, una opinión de Cruz Roja. Valoramos el esfuerzo individual de sus voluntarios, empañado por una nefasta organización de sus recursos. Ahora vas y te afilias.

domingo, 5 de mayo de 2013

PASTILLEROS

















La mañana que mi madre llegó con la noticia, pensé que había bebido demasiado vino de consagrar. «Que Dios me perdone por jurar en vano, pero juro que es cierto», insistía mientras la observaba incrédulo.
     
     No obstante, le di un voto de confianza y esperé hasta la misa de tarde. Era lo menos que podía hacer. «Ven, compruébalo tú mismo, condenado Santo Tomás», dijo agarrando la manga de mi cazadora y arrastrándome a la puerta de la iglesia sin ocultar un ápice su satisfacción.
     Allí solía hacer su agosto un pobre de barba frondosa y uñas negras. Me froté los ojos. No estaba. En su lugar, había un cobrador. Se sentaba en una austera silla plegable y resolvía crucigramas. De su cintura colgaba una riñonera. La entrada valía seis euros.
     Una gitana se negó a pagar alegando que aquello no era una casa de citas, sino la casa de Dios. Y la casa del Padre estaba abierta a todo el mundo sin distinción económica, de raza o condición. El tipo se encogió de hombros y extendió la mano dando a entender que no haría la vista gorda.
     La explicación del párroco en la homilía, donde la gente se encaramó a las pilas de agua bendita, nos dejó helados. La falta de financiación a la que se enfrentaba la Iglesia, ninguneada por el presidente del gobierno, era el motivo por el cual se veía obligada a cobrar a sus feligreses.
     Pese a no tratarse de una cantidad excesiva, muchos sucumbieron a la nueva ley, frecuentando menos el templo o simplemente poniendo pies en polvorosa a otras religiones gratuitas. Pero mi madre no se dejó arredrar. «Tiempos peores para la cristiandad fueron los de la Guerra Civil o el Circo Romano», solía repetir para animarse.
     Dicen que los caminos del Señor son inescrutables. Ella y otra catequista se entregaron a la tarea de especular con otra fuente de ingresos. Y la hallaron. Más en el infierno que en el cielo, pero el diablo fue una vez ángel. Ciertos contactos en la diócesis les facilitaron una audiencia con el obispo. Las mujeres fueron francas: ahora que el Estado había cortado el grifo, sin sangre nueva aquello se iba al carajo. Expusieron su plan.
     En contra de lo previsto, la ola imperante de ateísmo favoreció el despunte de la religión. Extraños seres con el pelo en forma de cresta, con el cuello adornado de pinchos, con la mirada extraviada acudían a comulgar. De hecho, por primera vez en décadas, la iglesia estaba rebosante de jóvenes alegres de ser cristianos. Las sagradas formas se redujeron a la mínima expresión. Ahora eran diminutas. Conservaron su mística redondez, pero adquirieron la sensualidad, la provocación de una cara, de un trébol, de una estrella.
     La prensa no tardó en hacerse eco. Hubo quienes se escandalizaron por lo que consideraban una grave falta de respeto. Se rumorea incluso que una pava entró en éxtasis al comulgar. Luego resultó que era ingravidez por falta de comida.
     Un día no pude más y abordé a mi madre en su piso.
     —¡¿Os habéis vuelto locos?! —grité como un energúmeno.
     —No sé a qué te refieres.
     —No te hagas la sueca. He descubierto un pequeño arsenal en tu crema para las arrugas.
     —Son ilusiones ópticas, una perfecta imitación aprobada por el Vaticano.
     —Pero cuando los chavales se den cuenta…
     —¿Crees que son tontos? Lo que ocurre es que agradecen que se introduzca un cambio. Es su naturaleza. Y pronto habrá más novedades.
     —Tú lo has dicho. No son tontos. Si no les hace efecto, no se tragarán ni una sagrada forma con forma de pastilla. Y entonces, adiós jóvenes.
     —Bueno, por una razonable cantidad, les organizamos algunos botellones en el salón parroquial, y luego el dueño de un microbús que perdió a un hijo en accidente los devuelve a casa. Los padres están encantados.
     —¿Botellones? —la miré horrorizado.
     —Las cosas cambian, hijo. Incluso el Papa ha reconsiderado su postura, y tras muchos siglos de retraso, nos vamos a poner las pilas.
     La expresión «ponerse las pilas», dicha por una señora de setenta años, no dejaba de tener su gracia. No pude menos que sonreír. Pese a ello, me aterraba aquel cuento de Navidad que se estaba desarrollando ante mis ojos, sobre todo porque temía que se desvaneciera como un castillo de naipes.
     Ella notó que buscaba el gato encerrado. Con la intención mal encubierta de que visitara el templo, me dio un recado antes de zanjar nuestra discusión:
     —Tú dile a ese blando de don José María que no sea tan quejica con las chupas de cuero tachonadas, las cadenas roqueras, las botas militares. Es preciso estar a la moda. Conectar con los troncos. Que traigan a sus pibas.
     Una beata me abordó en plena calle para quejarse de las novedades en la eucaristía y, de paso, cotillear sobre mi madre.
     —La noto un poco rara últimamente, ¿qué le ocurre?
     —¿Por qué lo dice?
     —Ya no habla de enfermos, ya no escucha misa diaria, ya no reza. Y cuando se le pregunta, gruñe que la dejen en paz, que está buscando ovejas. No quiero imaginar qué clase de compañías...
     —Es una edad difícil. Demasiadas pastillas, ¿sabe?



FELIZ DÍA DE LA MADRE
Lo podéis escuchar en la voz del poeta David Revert


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