1
Comenzaba a trabajar al día siguiente y tuve un mal presagio.
Me abrió la puerta un mayordomo, me dio instrucciones precisas y se marchó dejándome a solas con el señor.
Mis deberes consistían en entregar puntualmente las bandejas del desayuno, la comida y la cena. En ese acto tan simple yo jamás vería al señor. Dejaría los alimentos en la puerta de su dormitorio y me marcharía. Las instrucciones habían sido muy claras en ese punto. El señor vivía enclaustrado y no deseaba que lo molestasen bajo ningún concepto. Se lo podía permitir. Era rico.
Durante la noche, soñaba que él se acercaba a mi lecho. Solía mirarme fijamente largas horas y me susurraba al oído en un idioma extranjero. Por la mañana cesaba la confidencia.
Ayer la puerta del señor, cerrada siempre como tapa de ataúd, estaba entreabierta. La cama, vacía. Ante la súbita desaparición de quien me susurraba en sueños, el mayordomo me despidió sin contemplaciones. De observarme se habría percatado de que sonreía.
Me siento menos ligera, más pesada. Como si los funerales del amo hubieran sido míos y, en lugar de envejecer, estuviera rejuveneciendo.
Debo de haber dormido una eternidad, pues el lado de la cama en el que se acuesta mi pareja está helado. Miro el reloj. Las cuatro de la tarde. Me siento un poco delincuente. No es que no necesitara el sueño. Después de lo que ha ocurrido lo necesitaba con toda mi alma. Pero ahora que no tengo trabajo me parece que no hago nada útil.
Una ducha es lo que preciso, y luego un café y un periódico. Me esfuerzo por concentrarme en esas rutinas, aunque, desde el primer instante, soy consciente de que me voy a tener que enfrentar a esto sola.
Cómo definirlo.
Una revelación que ha generado en mí una nueva conciencia. De pronto me he sentido joven y vieja al mismo tiempo. Como el señor. Él no quería desaparecer de este mundo sin contarme su secreto.
El agua se desliza por mi cuerpo y, pese a estar fría, noto calidez. Ni aún así me abandonan sus palabras, susurradas una noche tras otra al oído. En especial una frase, que era como el resumen de su legado: «El hombre es una plaga peor que cualquier monstruo».
Me pregunto qué terribles experiencias habría sufrido para abominar de sus semejantes de tal modo. Las mujeres, sin embargo, no le merecíamos una opinión tan pésima. Una parte de mí me advierte que son los desvaríos de un loco. Otra se pregunta si no tendrá razón.
Intento concentrarme en el periódico, pero la disociación entre mente y cuerpo llega a límites insospechados. Para el señor las mujeres somos, ni más ni menos, la salvación. El café acaba de derramarse sobre mi blusa. En vez de intentar limpiar la mancha, vierto el resto en el sofá.
Nuria es mi mejor amiga y vive en el piso de enfrente. Aunque se resiste a dejar la sartén en el fuego, la convenzo diciéndole que será sólo un segundo, que es importante y no puede esperar.
Esto que me ocurre ya no es sólo un cambio de mentalidad inducido por un tipo misterioso. Se trata de algo también físico que se manifiesta de la forma más insospechada. No sé si estoy enferma, loca o fumada. No puedo esperar a que Pedro regrese de la oficina. Debo contárselo a alguien.
Llaman a la puerta.
—Gracias a Dios, pasa.
—Vaya ojeras, Tina, ¿una noche agitada?
La llevo al salón. Enciendo un cigarrillo de ese paquete que todo antiguo fumador guarda en alguna parte. Nuria me pide. Con la tensión he olvidado las normas de urbanidad.
—En realidad, no es lo que crees.
—Tú has follado, no mientas.
La historia del último trabajo ya la conoce, incluso lo raro que era el señor. Pero no sabe nada de las ideas que me rondan la cabeza últimamente. Todas hacen referencia a la maldad del hombre y a la urgencia de que las mujeres tomemos una decisión drástica.
—Suéltalo ya, me tienes en ascuas.
—Acércate, quiero decírtelo al oído. Las paredes oyen.
A continuación le enseño la mancha del sofá. Como no lo pilla, cojo un plato sucio del fregadero y lo dejo caer. Se hace añicos.
—Tina, no gastes bromas. ¿Dónde coño estás?
—No lo puedo creer —dice Nuria.
—Al menos no has salido corriendo.
Supe que algo extraño ocurría cuando vertí el café en el sofá. No sólo disfruté de la desobediencia, sino que también me hice invisible. Al principio, ignoré el extraordinario suceso porque seguía viéndome, pero al entrar al baño quedé petrificada por la ausencia de mi propia imagen.
Decidí no perder la calma. Al fin y al cabo, no todos los días puede una decir con toda la razón que no está para nadie.
Recuperé la consistencia también por casualidad, al prepararme una nueva taza de café. Me dirigía al sofá manchado cuando el cristal del televisor me ofreció, por una vez, algo interesante. Qué alivio.
Luego até cabos. Me acordé del señor susurrando en sueños, de su extraña desaparición. Quizá nos esperara en algún lugar. Un mosquito se posó en mi pierna con desparpajo. No lo maté.
Picar a Nuria resultó sencillo. Siempre fue más lanzada que yo. Susurré en su oído, y le mostré que podíamos desaparecer en un segundo realizando cualquier maldad cotidiana. Ya había efectuado otras pruebas, como cortar una corbata de Pedro. Para recuperar la masa corporal, compré una nueva por internet.
Cuando nos acordamos de la puñetera sartén en el fuego, ya es demasiado tarde. Cruzamos la avenida. Un olor y un humo escandalosos llenan el apartamento de Nuria. Se preocupa bastante porque su marido odia las sorpresas.
Me pide que me marche. En el espejo de la entrada ya no se refleja la mujer que acaba de quemar la cena.
—Tina, esto es la caña —suelta Nuria a mi lado.
Un silencio como de iglesia me recibe tras un duro día de trabajo. Qué placer no tener hijos, aunque Tina no tardará en querer tenerlos. Ni rastro de ella, así que me derrumbo en el sofá a esperarla con una cerveza en la mano.
Madre mía, las once de la noche. Puede que Tina no haya querido despertarme. Me dirijo al dormitorio, con cierta inquietud, pero nadie ocupa la cama deshecha.
Empiezo a buscar una nota en la cocina. Cuando Tina sale así, de repente, no suele descuidar esos detalles. Sin embargo, tampoco hallo ese alivio. Me abro otra cerveza, más por controlar los nervios que por deseo de beber, aunque la garganta se me ha quedado seca. Y entonces me fijo en algo que antes no he visto. Hay pedazos de loza en el suelo.
No me parece propio de una mujer dejar basura tirada en el piso de su apartamento, a no ser que la haya requerido alguna emergencia. A su amiga Nuria la considera casi una hermana.
Reviso el móvil por si tengo algún mensaje o llamada perdida. Me acojona encontrar uno de Paco, el marido de Nuria, precisamente porque él considera eso mariconadas. Dice que le llame en cuanto pueda.
Con la excitación, el móvil se me resbala de las manos y, al agacharme a recogerlo, descubro una mancha enorme en el sofá. La toco y la huelo como un detective. Parece café.
—Lo siento, Paco, Nuria no está aquí. Pensé que habría ocurrido alguna desgracia y que Tina…
—Deben de andar juntas, jugando al billar en algún garito, riéndose en nuestra cara —se desahoga Paco—. ¿Sabes que la muy zorra ha quemado la cena?
—Hazte un huevo frito.
Mis deberes consistían en entregar puntualmente las bandejas del desayuno, la comida y la cena. En ese acto tan simple yo jamás vería al señor. Dejaría los alimentos en la puerta de su dormitorio y me marcharía. Las instrucciones habían sido muy claras en ese punto. El señor vivía enclaustrado y no deseaba que lo molestasen bajo ningún concepto. Se lo podía permitir. Era rico.
Durante la noche, soñaba que él se acercaba a mi lecho. Solía mirarme fijamente largas horas y me susurraba al oído en un idioma extranjero. Por la mañana cesaba la confidencia.
Ayer la puerta del señor, cerrada siempre como tapa de ataúd, estaba entreabierta. La cama, vacía. Ante la súbita desaparición de quien me susurraba en sueños, el mayordomo me despidió sin contemplaciones. De observarme se habría percatado de que sonreía.
Me siento menos ligera, más pesada. Como si los funerales del amo hubieran sido míos y, en lugar de envejecer, estuviera rejuveneciendo.
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Debo de haber dormido una eternidad, pues el lado de la cama en el que se acuesta mi pareja está helado. Miro el reloj. Las cuatro de la tarde. Me siento un poco delincuente. No es que no necesitara el sueño. Después de lo que ha ocurrido lo necesitaba con toda mi alma. Pero ahora que no tengo trabajo me parece que no hago nada útil.
Una ducha es lo que preciso, y luego un café y un periódico. Me esfuerzo por concentrarme en esas rutinas, aunque, desde el primer instante, soy consciente de que me voy a tener que enfrentar a esto sola.
Cómo definirlo.
Una revelación que ha generado en mí una nueva conciencia. De pronto me he sentido joven y vieja al mismo tiempo. Como el señor. Él no quería desaparecer de este mundo sin contarme su secreto.
El agua se desliza por mi cuerpo y, pese a estar fría, noto calidez. Ni aún así me abandonan sus palabras, susurradas una noche tras otra al oído. En especial una frase, que era como el resumen de su legado: «El hombre es una plaga peor que cualquier monstruo».
Me pregunto qué terribles experiencias habría sufrido para abominar de sus semejantes de tal modo. Las mujeres, sin embargo, no le merecíamos una opinión tan pésima. Una parte de mí me advierte que son los desvaríos de un loco. Otra se pregunta si no tendrá razón.
Intento concentrarme en el periódico, pero la disociación entre mente y cuerpo llega a límites insospechados. Para el señor las mujeres somos, ni más ni menos, la salvación. El café acaba de derramarse sobre mi blusa. En vez de intentar limpiar la mancha, vierto el resto en el sofá.
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Nuria es mi mejor amiga y vive en el piso de enfrente. Aunque se resiste a dejar la sartén en el fuego, la convenzo diciéndole que será sólo un segundo, que es importante y no puede esperar.
Esto que me ocurre ya no es sólo un cambio de mentalidad inducido por un tipo misterioso. Se trata de algo también físico que se manifiesta de la forma más insospechada. No sé si estoy enferma, loca o fumada. No puedo esperar a que Pedro regrese de la oficina. Debo contárselo a alguien.
Llaman a la puerta.
—Gracias a Dios, pasa.
—Vaya ojeras, Tina, ¿una noche agitada?
La llevo al salón. Enciendo un cigarrillo de ese paquete que todo antiguo fumador guarda en alguna parte. Nuria me pide. Con la tensión he olvidado las normas de urbanidad.
—En realidad, no es lo que crees.
—Tú has follado, no mientas.
La historia del último trabajo ya la conoce, incluso lo raro que era el señor. Pero no sabe nada de las ideas que me rondan la cabeza últimamente. Todas hacen referencia a la maldad del hombre y a la urgencia de que las mujeres tomemos una decisión drástica.
—Suéltalo ya, me tienes en ascuas.
—Acércate, quiero decírtelo al oído. Las paredes oyen.
A continuación le enseño la mancha del sofá. Como no lo pilla, cojo un plato sucio del fregadero y lo dejo caer. Se hace añicos.
—Tina, no gastes bromas. ¿Dónde coño estás?
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—No lo puedo creer —dice Nuria.
—Al menos no has salido corriendo.
Supe que algo extraño ocurría cuando vertí el café en el sofá. No sólo disfruté de la desobediencia, sino que también me hice invisible. Al principio, ignoré el extraordinario suceso porque seguía viéndome, pero al entrar al baño quedé petrificada por la ausencia de mi propia imagen.
Decidí no perder la calma. Al fin y al cabo, no todos los días puede una decir con toda la razón que no está para nadie.
Recuperé la consistencia también por casualidad, al prepararme una nueva taza de café. Me dirigía al sofá manchado cuando el cristal del televisor me ofreció, por una vez, algo interesante. Qué alivio.
Luego até cabos. Me acordé del señor susurrando en sueños, de su extraña desaparición. Quizá nos esperara en algún lugar. Un mosquito se posó en mi pierna con desparpajo. No lo maté.
Picar a Nuria resultó sencillo. Siempre fue más lanzada que yo. Susurré en su oído, y le mostré que podíamos desaparecer en un segundo realizando cualquier maldad cotidiana. Ya había efectuado otras pruebas, como cortar una corbata de Pedro. Para recuperar la masa corporal, compré una nueva por internet.
Cuando nos acordamos de la puñetera sartén en el fuego, ya es demasiado tarde. Cruzamos la avenida. Un olor y un humo escandalosos llenan el apartamento de Nuria. Se preocupa bastante porque su marido odia las sorpresas.
Me pide que me marche. En el espejo de la entrada ya no se refleja la mujer que acaba de quemar la cena.
—Tina, esto es la caña —suelta Nuria a mi lado.
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Un silencio como de iglesia me recibe tras un duro día de trabajo. Qué placer no tener hijos, aunque Tina no tardará en querer tenerlos. Ni rastro de ella, así que me derrumbo en el sofá a esperarla con una cerveza en la mano.
Madre mía, las once de la noche. Puede que Tina no haya querido despertarme. Me dirijo al dormitorio, con cierta inquietud, pero nadie ocupa la cama deshecha.
Empiezo a buscar una nota en la cocina. Cuando Tina sale así, de repente, no suele descuidar esos detalles. Sin embargo, tampoco hallo ese alivio. Me abro otra cerveza, más por controlar los nervios que por deseo de beber, aunque la garganta se me ha quedado seca. Y entonces me fijo en algo que antes no he visto. Hay pedazos de loza en el suelo.
No me parece propio de una mujer dejar basura tirada en el piso de su apartamento, a no ser que la haya requerido alguna emergencia. A su amiga Nuria la considera casi una hermana.
Reviso el móvil por si tengo algún mensaje o llamada perdida. Me acojona encontrar uno de Paco, el marido de Nuria, precisamente porque él considera eso mariconadas. Dice que le llame en cuanto pueda.
Con la excitación, el móvil se me resbala de las manos y, al agacharme a recogerlo, descubro una mancha enorme en el sofá. La toco y la huelo como un detective. Parece café.
—Lo siento, Paco, Nuria no está aquí. Pensé que habría ocurrido alguna desgracia y que Tina…
—Deben de andar juntas, jugando al billar en algún garito, riéndose en nuestra cara —se desahoga Paco—. ¿Sabes que la muy zorra ha quemado la cena?
—Hazte un huevo frito.