Como muchos de vosotros, yo empecé escribiendo a bolígrafo e incluso a lápiz. Recuerdo que, mientras mis padres veían la televisión, yo componía poemas en una libreta. Recuerdo incluso el nombre de aquel primer libro de versos que nunca llegaría a publicar y que destruí completamente. No en vano eran bastante pueriles.
Escribí poesía durante el instituto y la universidad, como vía de escape a un mundo en el que no encajaba. Era tímido, solitario y no me gustaban demasiado las normas. Probablemente aún soy así.
Hubo un momento en que decidí que la poesía no era lo mío. Supongo que porque necesitaba escribir una historia real y no sentimental, algo que comprendiera todo el mundo, algo no sujeto a la interpretación subjetiva como un cuadro abstracto. Necesitaba, al fin y al cabo, comunicarme.
Ya no puede hacerme ningún mal dejaros leer uno de aquellos poemas guardados en una carpeta. Les tengo el afecto justo. Embriones de lo que pudo haber sido y no fue.
Camarada, la nieve
finge hermosura.
¡Sal de tu cósmica
burbuja de nácar!
El silencio de sus besos,
el girar de las palmeras
en los huracanes,
son libido.
Camarada, el hielo
rojo se hacina,
genera una luna
enigmática y triste.
La quimera,
una bola de nieve
monstruosa
en el mentón de la primavera.
Y flores, flores, flores famélicas
encerradas
en torres, torres, torres desoladas.
Camarada, un sol
anaranjado me ha poseído,
¡qué miedo ruge entre los dos,
filigranas, escondidos!