Internet es una ventana abierta a un mundo de intercambios, de soledades compartidas, de compañeros escritores.
La mayoría de la gente no espera a que el semáforo esté en verde para atravesar la calle. Les quema el culo. Para ésos no está indicado
Cuentos para esperar en los semáforos, la ópera prima de Áster Navas (Barakaldo, 1963).
Los pacientes viandantes obtendrán la recompensa de un libro pequeño repleto de grandes relatos.
Descubrirán en “Te imagino” que el oficio de escribir es imaginar aquello que no se ve o que sólo se entrevé. Se pedirán fuego y conversarán durante unos instantes de cualquier cosa banal, llegando a admitir que “el tiempo del que se dispone para cruzarlos es tan limitado que resulta difícil relacionarse e intimar”. Esto les hará sonreír de placer, incluso reírse de las esquelas personalizadas que aparecen en el diario que está expuesto en el quiosco que hay junto al semáforo. Llamarán al móvil a todos los que esperan menos a ellos. Ella, para olvidar ese bochorno, le contará chistes. Él se los terminará porque tiene memoria de pez.
Al cambiar el disco, se irán directos a la habitación de hotel que se anuncia en la página 14 del periódico que ella ha comprado. A la mañana siguiente, él leerá la nota prendida al espejo: “Nunca fui mujer de un solo paraguas”.
Desde entonces, Toño se excita diciendo obscenidades a la voz femenina del contestador de Telefónica. La felicidad es un sueño.
Juan José Millás le llamará un día y, mientras toman un café, alabará sus paralelismos. Tarde, muy tarde comprenderá que es una planta carnívora. Ya le habrá devorado la pasión por la literatura.