miércoles, 27 de enero de 2021

DUARTE EN LA MEMORIA



Siempre he sido un enamorado del cine. Una tarde de mi infancia, echaron en televisión Tras la pista de la pantera rosa (Blake Edwards, 1982). Me disgustó el hecho de que apenas apareciera el inspector Clouseau. Ignoraba entonces que el actor que lo encarnaba había fallecido dos años antes y que la cinta tenía un mero afán recaudatorio disfrazado de homenaje póstumo. Lo interesante era su forma narrativa: una famosa reportera entrevista a todos los que guardan relación con Clouseau, desde el inspector jefe Charles Dreyfus hasta el mayordomo Cato. Cuando empecé a leer La primera semana del inspector Duarte (Click ediciones, 2020) supe, en pocas líneas, que me encontraba ante la misma manera de contar.

En la tercera parte de una saga que José Payá Beltrán inició con La última semana del inspector Duarte en 2015, el protagonista lleva muerto una década. Un periodista —que guasonamente se llama Pepe— está haciendo un reportaje sobre el primer caso en el que Daniel Duarte se vio envuelto. A partir de entrevistas a personajes variopintos, el lector viaja hasta el convulso 23 de febrero de 1981, cuando el hallazgo de un cadáver en Apis, mientras España contenía el aliento, obliga a desplazarse hasta la localidad a un detective aún novato.

Estamos ante una novela corta de ambiente rural que se desarrolla en el imaginario Apis (guarda cierto parecido linguístico con Apiés, un barrio de 83 habitantes situado a 10 kilómetros de Huesca). Evoca Biar, el pueblo natal del autor. Ambas comparten un majestuoso castillo y la foto de cubierta es una vista de dicha localidad.

Un doble contexto histórico rodea a este thriller policiaco: por un lado, el intento fallido de golpe de Estado del 23F, cuando el teniente coronel de la guardia civil Antonio Tejero Molina irrumpió pegando tiros en el Congreso de los Diputados. Por otro lado, las heridas sin cicatrizar de la Guerra Civil en la década de los 80. Se personifican en el odio y el rencor que siente Carlos el Comadrón (facha) por Ángel el Raposo (rojo). Este resentimiento lleva a Carlos a cometer un acto de venganza. Curiosamente, Ángel estuvo un año preso en la cárcel de Alicante. Un paralelismo significativo con la figura del poeta Miguel Hernández.

La memoria es la gran protagonista del libro. El escritor no solo reconstruye un caso del desaparecido inspector a través de los recuerdos de su gente. También denuncia que quienes olvidan la historia están condenados a repetirla. No nos pase como a Jacinto el Jueves, que no recuerda el discurso del Rey ni las noticias. Solo las películas de risa que echaron en televisión para amenizar la espera: La princesa y el pirata (1944) con Bob Hope y El asombro de Brooklyn (1946) con Danny Kaye.

El humor de la novela se basa, principalmente, en los divertidos contrastes entre el campo y la ciudad. Varios entrevistados, por ejemplo, se extrañan de que el periodista pida Bitter Kas, una bebida casi desconocida en el campo. Los apodos también son fuente de hilaridad: Sebastián el Pinchamierdas, Paco el Rata, Pepe el Botifarra, Manolo el Polvos, Pepito Casca, Vicente el Rojo… Otros elementos rurales que provocan una sonrisa son el vicio de los ancianos de andarse por las ramas, la machacona hospitalidad o el lenguaje popular.

Confiesa José Payá Beltrán sin tirarle demasiado de la lengua que esta novela la escribió como un divertimento, un descanso del guerrero después de afrontar otro proyecto más exigente. No resta valor ni mérito a una historia que denota el amor —que no idealización— por el pueblo, pues no esconde defectos como los celos y las envidias. No decepciona en absoluto la ausencia del protagonista principal. Al contrario, está vivo en la memoria de quienes le conocieron. Esto conecta con el tema de la identidad, uno de los más recurrentes en la obra del autor. En definitiva, La primera semana del inspector Duarte ha mantenido a este lector en suspense hasta la última línea, incluso le ha hecho soltar alguna carcajada. Eso es impagable en los tiempos inciertos que vivimos.

miércoles, 20 de enero de 2021

LA HERBORISTERÍA



















La dueña de la herboristería se llamaba Amparo. Tristán le habría pedido su sonrisa como bálsamo para sus dolencias, en especial la soledad de un cuarentón recién divorciado. Pidió, en cambio, las hierbas de siempre para las migrañas. Mientras la joven lo atendía, hablaron un poco. Al acabar, ella preguntó si quería algo más.
     Tristán dijo que llevaba tiempo dándole vueltas a un asunto. En su opinión, había dos formas de inmunizarse: el contagio o la vacuna. Él siempre había sido una persona impaciente, de modo que esperaba que no se ofendiese por lo que iba a rogarle.
     Amparo lo miró de hito en hito. «¿Estarás de broma?», preguntó. Su seriedad no dejaba lugar a dudas. Como el aforo de la tienda era de un solo cliente, en cuestión de minutos se había formado una asombrosa cola. Él le tendió un documento en el que la eximía de cualquier culpa y donde figuraba su número de móvil. Luego salió.
     Unos meses después, Amparo se notó unas décimas de fiebre y pérdida del gusto. Supuso que era un simple resfriado, pero la prueba confirmó que tenía el coronavirus. Mientras pasaba la enfermedad en su casa, se acordó de la absurda petición de Tristán.
     «No creas que estoy enamorado de ti ni nada de eso», decía el hombre en su cabeza. «Solo estoy harto de esperar una vacuna que no sé cuándo me tocará ni si será efectiva.»
     Tristán subió en el ascensor hasta el cuarto piso. Ella abrió la puerta en batín, despeinada y sin mascarilla.


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