El equipo de profesores de Academia Nova suele quedar los viernes en la cafetería Nova Pinoso para hacer terapia de grupo. Es más barato y divertido que un psicoanalista. Recuerdo que aquel viernes trece hubo un emocionante acuerdo tácito: no mencionar el Coronavirus. Ha pasado ya una semana desde entonces.
Durante estos días de aislamiento,
he echado de menos a la gente como cualquier persona. Esta enfermedad, tan
silenciosa como las calles de nuestras ciudades, ataca la esencia de lo que
somos: seres sociales. Los abrazos, los besos, las caricias, las bromas y las
charlas forman parte de nuestro ADN. Lo habíamos olvidado con tanta red social
y tanto mensaje de móvil.
Sin embargo, el encierro ha puesto
sobre la mesa una vieja carencia de nuestra sociedad: la gente no sabe estar
sola. No hablo de los merecidos aplausos que cada tarde, a las ocho, dedicamos
a nuestros sanitarios. Me refiero a las series, películas, libros, conciertos y
demás pamplinas con las cuales nos agobian indecentemente. Incluso algunos
escritores se están dando un baño de ego leyéndonos sus obras en vídeo. Yo y
solo yo soy dueño de mi tiempo. El lobo estepario que vive en mí no aguanta
esta epidemia de estupidez.
La crisis económica nos enseñó a vivir de otra manera. Yo cambié las compras compulsivas por un voluntariado que, a día de hoy, me sigue dando grandes satisfacciones. Espero que este virus nos contagie ganas de pasar tiempo con nuestros semejantes, pero, sobre todo, más autonomía sin caer en actitudes misántropas.