Amanecí con una sensación casi culpable de libertad. Habíamos preferido conservar el día libre en lugar de hacer una excursión opcional por el País Vasco francés. Tras el desayuno, donde no faltó el tan temido zumo de naranja, caminamos hasta la boca de metro que nos llevaría de vuelta al Guggenheim.
El museo no defrauda a quien acude con espíritu abierto. La primera planta alberga una exposición escultórica de Richard Serra. Son gigantes esferoidales que se pueden visitar. Tuve la sensación de pasear por un intestino. La segunda planta, dedicada al polifacético Jeff Koons, me produjo sentimientos encontrados. ¿Cuál es la línea que separa al genio del loco? Por ejemplo, suena a cachondeo que la obra «Gato tendido» represente la crucifixión. En el último piso, reservado al pintor neoyorquino Basquiat, mi madre se expresó de la siguiente manera: «Mi nieta pinta mejor».
Una sorpresa esperaba en el hotel. El camarero, al saber que éramos los únicos del grupo que comíamos allí aquel día, nos dio carta blanca para elegir. Fue un banquete.
Bajamos al paseo marítimo contándonos mil cosas. Pronto se unió al grupo Pedro de Andrés. Alicia ocultaba un as en la manga: la visita a un antiguo barco pesquero. Aquel mastodonte de madera hablaba por sí solo de la dura vida en la mar. La tarde extendía su sombra, tanto que me puse la chaqueta. Me la quité en el sol. Tan imprevisible como el tiempo, apareció Aster Navas. Un auténtico gentleman.
Alicia se despidió asegurando que soy menos crápula de lo que aparento. Lo que ella ignora es que, de regreso al hotel, aún estuvimos de juerga con Luis y Sonia, la pareja joven del grupo. Echo de menos nuestras interminables charlas en el bar.
El resto del itinerario, el tiempo nos regaló días grises. Mientras escribo estas líneas, añoro los dieciocho grados de la playa de la Concha, en San Sebastián. En el Santuario de Arantzazu, parecía un auténtico vasco con chaqueta y pañuelo al cuello. Me impresionaron las torres de la iglesia, que imitan los espinos, así como la fila de catorce apóstoles de la fachada. Ni lo uno ni lo otro fue aceptado por el Vaticano durante años. Mi madre olvidó en la tienda de recuerdos una bolsa con el móvil, las gafas de sol y el abanico. Al cabo de varias semanas, recibimos un paquete certificado de Rakel Mugika Urien, la dependienta, con este inolvidable mensaje aclaratorio: «Se lo dejó en el baño».
No hay viaje que se precie donde no haya algún extravío, pero importa más lo que aprendes que lo que dejas atrás. Me gusta el carácter vasco: tan pronto testarudo como bromista. Poco efusivo pero siempre dispuesto a echar una mano. A las siete de la mañana, partimos rumbo a Alicante. Escuché toda la música que llevaba: Marlango, Los ilegales y Fuel fandango (una sugerencia de Laura Frost).
Desde que regresé, he ensayado con la perra. Me mira como si hubiera enloquecido. Nada me quita el acento vasco.