La versión de Drácula de 1931, que encarna un sobreactuado Bela Lugosi, me empuja dando un paseo a la Sede Universitaria de Alicante. El público asistente está compuesto, en su mayoría, por jubilados o por estudiantes que acaban de leer la edición crítica de la novela de Bram Stoker. Una madre con peinado a lo Amy Winehouse lleva a su hija a conocer el mito.
Con permiso del conde, siempre me pareció más fascinante el personaje de Rendfield, interpretado por el actor americano Dwight Frye. No sólo a mí me enloquece esa mirada, esa risita demente. Alice Cooper compuso Ballad of Dwight Fry en honor a este actor, que se encasilló en papeles de maníacos.
A diez minutos del clímax, Drácula queda congelado intentando hipnotizar a Van Helsing. La imagen avanza unas cuantas décimas de segundo y se detiene. Así, a cámara lenta, Bela Lugosi está tan cómico que nos da la risa.
En vista de lo que sucede, avisan a un responsable. Manipula el aparato sin suerte. Extrae el deuvedé, lo inserta, busca opciones en el menú. Nadie da crédito a lo que ocurre cuando reinicia el film, ignorando el índice de capítulos. Por suerte, conoce el botón de avance rápido pero lo acciona a una velocidad ridícula. Nos comemos Drácula de nuevo escena por escena.
Es curioso que ninguno de los presentes acuda en auxilio de esa mujer peleada con la tecnología. Me recuerda que los españoles nos lanzamos a la calle a protestar tarde y a destiempo. La mayoría de las ocasiones, cuando ya no hace falta. El deuvedé se vuelve a parar, esta vez un poco más adelante. La apurada auxiliar dice lo que todos esperamos: «Esto no tiene arreglo». Y añade: «Al final el vampiro muere».