Paseaba con Carmen una tarde de verano cuando se acercó una mujer a saludarla. Deduje por la conversación que eran viejas amigas del pueblo. En Guardamar, darle al palique en medio de la calle es casi una religión. Tras despedirse efusivamente, le pregunté a mi madre, muerto de curiosidad, quién era. Me dijo que no se acordaba y nos entró la risa.
El olvido
es un tema tabú que, a diferencia de Carles Puigdemont, no abre informativo
alguno ni copa la primera plana de ningún periódico. Da igual la etiqueta que
le colguemos: Alzheimer, deterioro cognitivo, desmemoria o ido de la olla. Enfermos
y familiares se enfrentan prácticamente solos —debido a la deshumanización de
algunos neurólogos y las trabas a la Ley de Dependencia— a situaciones traumáticas
que los superan. La novela Las dos
Adelaidas (Sargantana, 2023) de Elena Casero reivindica una enfermedad
sobre la que pesa el más vergonzoso silencio, pero, sobre todo, el papel
callado del cuidador. Su argumento
es sencillo. Una joven de veinticinco años tiene que hacerse cargo de su madre
enferma mientras su hermana, que vive en Australia, se limita a seguir los
acontecimientos por teléfono. Las fotografías antiguas y un diario escrito en la
juventud ayudan a la anciana a rescatar la historia de las mujeres de la
familia y, de paso, retrasa la inevitable pérdida de memoria. Elena Casero
rinde homenaje a todas aquellas esposas y madres del siglo pasado condenadas a
ser una sombra del esposo, a realizar las tareas domésticas, a cuidar de los
mayores. Un simple cambio de titularidad en el banco por defunción demuestra qué
poco han cambiado las cosas y cuánto queda por hacer.
La novela
emociona gracias a la acertada elección de una joven narradora en primera
persona. Me conmueve su vida truncada, sus sueños aparcados, su escasa
sexualidad. Un manual indirecto sobre la vejez que debería ser lectura obligada
en los colegios: «Nadie te avisa de que, mientras ella se muere, te has de
convertir en su madre».
Como buena
valenciana, Elena Casero salpica la historia con pinceladas de humor que sirven
para ofrecer un relato verosímil donde las penas se barajan con las alegrías.
Me parece descacharrante la escena en la que la anciana, en uno de sus
inteligentes desvaríos, le presenta a Adelaida al mismísimo Franco y, además,
le suelta cuatro verdades.
Me consta
que la autora no es amiga de promocionar excesivamente sus libros, lo cual no
significa que no haga presentaciones. Solo prefiere no dar demasiado el coñazo
al lector. Esta actitud, digna de elogio en los tiempos actuales, proviene de
alguien que ha corregido su obra hasta la saciedad y está segura de su valor. No
hay mejor campaña publicitaria que una novela sin faltas de ortografía, ni
lugares comunes, ni fallos gramaticales. Y, por si esto fuera poco, no he
parado de anotar frases memorables que ojalá se me hubieran ocurrido a mí.
A veces,
cuando mi madre me saca de quicio con sus involuntarios olvidos pienso en el
consuelo de la literatura, en que se diría que Las dos Adelaidas ha sido escrita para nosotros. Anima a disfrutar
de nuestros mayores mientras podamos. Gracias a su sacrificio, hemos logrado lo
que ni siquiera ellos se atrevieron a soñar.
HASTA LA VISTA, MIRONES.