miércoles, 25 de septiembre de 2019

LOBO EN LA ASTE NAGUSIA

La lluvia nos ha acompañado desde que volvimos de Bilbao como un hada protectora contra el calor lobotomizador del verano. Por eso, regreso sin parar al refresco de esos cuatro días que viajamos al Norte. La primera ropa de abrigo en la maleta, el primer cielo oscuro, la primera vez que recibía un premio literario. El autobús del aeropuerto superó una zona de paneles acústicos que mostró de repente la Ría y el Guggenheim. Habría detenido aquel instante para siempre.
            
Atardecía cuando ocupamos nuestra habitación en el hotel Abando, que se comunicaba mediante puerta corrediza con la de mis hijos. Lujosa pero práctica. Espaciosa a la par que cómoda. Había un sillón junto a la ventana que se convirtió en mi rincón de lectura favorito. Un hervidor de agua eléctrico completó mi felicidad.
            
Salimos a cenar algo por ahí mientras la noche refrescaba a pasos agigantados. La chaqueta de manga larga. El pañuelo al cuello. Alfonso nos condujo a una pizzería siguiendo las indicaciones de su móvil. De vuelta al hotel, Clara titilaba como una estrella en el cielo. Mi mujer, menos friolera, le prestó su rebeca.
            
A la mañana siguiente, salimos en estampida por Bilbao. Ya habíamos catado la ciudad cuatro años antes en un viaje organizado. Mis padres nos acompañaban entonces. Ahora saboreaba la libertad de recorrer sin prisa los alrededores del Guggenheim, de vagar por el dédalo de callejuelas del Casco Antiguo, de beber de las fuentes que tanto escasean en Alicante. Un amigo me mandó un mensaje para quedar, pero le dije que andaba por el Norte para recoger un premio. Repasé mentalmente lo que diría por enésima vez. No me convenció en absoluto.         

Por la tarde, fuimos en metro a Portugalete. Nos esperaba Mari Carmen Azkona vestida con un traje popular vasco. Despistado como soy, ni se me ocurrió preguntarle por su indumentaria. Un mercado medieval había invadido las callejas empedradas de la villa, devolviéndola a un tiempo pretérito. El viento olía intensamente a mar. No tardó en unirse al paseo Alicia Uriarte con su marido, gran fotógrafo por cierto. No tardé en anudarme el pañuelo al cuello para proteger la garganta. No tardaron en comentar «El día infinito», el cuento gracias al cual estaba allí con ellas. Afortunadamente, las críticas fueron constructivas e incluso Alicia se tomó bien que la hubiera convertido en personaje. El tiempo se fue volando como un jugador de cucaña.

Derrotados por el cansancio, aún tuvimos energía aquella noche para estrenar la Semana Grande de Bilbao. Los niños se quedaron en el hotel mientras nos mezclábamos con un hormiguero de gente. Algunos jóvenes llevaban el vaso vacío de plástico al estilo John Wayne. Otros conjuraban el peligro de caer a la Ría trepados a la barandilla. Sin ganas de alcohol, me tomé una infusión de menta en el Abando.
            
El domingo amaneció ligeramente plomizo y la temperatura abrazó un otoño anticipado. Sin hacer caso de un cielo cada vez más turbio, comimos en el ombligo de Bilbao: la Plaza Nueva. Era tal el gentío que el camarero olvidó cobrar los pintxos. Cuando mi mujer se percató, la lluvia y un viento gélido nos encogían bajo los paraguas. Apretamos el paso hasta el hotel.
            
El lunes seguía nublado. Con las maletas en recepción, estiramos un rato las piernas hasta la hora de la entrega de premios. Mi mujer fue engullida por Lush, una tienda de cosmética natural. Clara permaneció conmigo infundiéndome el valor que necesitaba. Tras el paseo, nos recibieron los txistus de Mikel y Patrik Bilbao a la entrada del Abando. La ceremonia contó, entre otras personalidades, con el Alkate Juan Mari Aburto y la Concejala Itziar Urtasun. Esta última me entregó el trofeo en forma de losa bilbaína concedido por la Asociación Plaza Nueva Idazleak. Como no pude leer los tres folios que tenía preparados —es broma—, aprovecho para dedicárselo a mi familia. Mi auténtico premio.
            
En un buen cuento nunca hay que satisfacer del todo la curiosidad del lector. Compramos unas cajas de chocolate para regalo. Una de ellas salió vacía en un acto de justicia poética o, quién sabe, quizá Alfonso se la comiera.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

EL BALONCESTO ESPAÑOL HACE HISTORIA














Cuando España ganó el Mundial de Baloncesto de Japón en 2006, mi hijo apenas contaba dos años. Pasaba unas vacaciones en Peñíscola con mi familia y disfruté el encuentro en una pantalla gigante que habían habilitado en el vestíbulo del hotel. Han transcurrido trece años de aquella gesta que hoy se repite en China para convertirnos en Bicampeones del Mundo.
            
Los actores han cambiado. El entrenador ya no es Pepu Hernández sino Sergio Scariolo. Solo quedan en plantilla Marc Gasol y Rudy Fernández. Sin embargo, la diferencia fundamental es otra. Aquel grupo de 2006 jugaba un baloncesto de dioses. Sus cómodas victorias de treinta puntos no eran de este planeta. El grupo de 2019, en cambio, ha logrado triunfos más ajustados y, en ese vía crucis deportivo, se han convertido en humanos. De ese sufrimiento, ha surgido una lección de vida: jamás rendirse, nunca tirar la toalla.
            
Pocos apostaban por España. De hecho, ni siquiera partía como favorita en las quinielas. Durante la primera fase de grupos, la selección dio muestras de una fragilidad alarmante. Parecía aún en gira de preparación. Algún periodista llegó a escribir que acabaría siendo la gran decepción del Mundial. El partido ante Italia fue el gran revulsivo que Ricky, Marc, Llull, Claver y Rudy necesitaban para carburar al máximo. Luego vinieron los Serbios, una auténtica apisonadora que acabó probando un poco de su propia medicina. Vencimos a Polonia y llegamos a la semifinal con Australia. Esta fue la verdadera final del torneo. Necesitamos dos prórrogas titánicas para doblegar a un equipo que siempre fue por delante en el marcador.
            
Argentina cayó con honor ante una España superlativa en la final del 15 de septiembre de 2019. La clave, el esfuerzo colectivo. Ahora que nadie duda de nuestra hazaña, Marc Gasol se permite un tirón de orejas: «Si algún día perdemos, a ver si también apoyáis».

jueves, 12 de septiembre de 2019

DEL REVÉS

                                                                           

Al otro lado del espejo, la Feria se veía de un modo muy distinto. La gente no quedaba en el Pincho, frente a la Puerta de Hierros. Se encaramaba al mástil blanco como uno de los hermanos Pinzones oteando el horizonte en busca de su cita. La noria giraba a una velocidad tan vertiginosa que los estómagos echaban hasta la última papilla, menos el de la adolescente. Las berenjenas de Almagro olían a Galán de noche. Don Quijote y Sancho habían abandonado la Diputación; paseaban mecidos por una peculiar plática: el Caballero de la Triste Figura le reprochaba amablemente a su escudero que no eran gigantes, sino atracciones. Alicia llevaba un rato sin decidirse a traspasar la bruñida superficie cuando recibió un mensaje en un espejo mucho más brillante, rectangular y solitario. La niña y la mujer mantuvieron un tira y afloja interminable. Pasó de estar enganchada al móvil. Salió a la calle y se dijo que la vida también puede ser maravillosa.

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