No sé ustedes, pero a mí hay escritores que no me llegan. No es un problema de vocabulario, porque algunos parece que te restriegan por la cara su dominio de la lengua; ni tampoco de que ignoren la técnica narrativa, porque son capaces de manejar varios narradores al mismo tiempo. Incluso me cautivan sus historias. Pero, indefectiblemente, llego a la última línea con un regusto amargo en la boca. No me han transmitido nada. Sus relatos son tan banales que se los podrían haber ahorrado.
Seamos claros. Los buenos libros no solo brindan placer estético, sino que sacuden hasta la más íntima fibra de nuestro ser. Hallamos en sus páginas los temas universales que preocupan al ser humano. La muerte, quizá el más misterioso de todos, ha inspirado a muchos novelistas de ayer y hoy. Sin embargo, que yo recuerde, nunca había sido abordada como talismán generador de vida, ni mucho menos se le había otorgado el peso que le corresponde en nuestra existencia. No hasta que Maribel Romero Soler escribió El peso de las horas (Autores Premiados, 2014).
Elisa Lalira ha salido de la consulta del doctor Font con el peor diagnóstico posible: le quedan tres meses de vida. Con el arrebato propio de una mujer joven, decide romper los informes del médico y no contárselo a nadie, ni siquiera a su marido. A partir de ese momento, intentará realizar todas aquellas cosas que nunca se habría permitido de estar sana. No le resultará nada fácil dar esquinazo a la «niña obediente, niña honesta, niña buena» que siempre ha sido.
Lo digo de antemano. Los admiradores del realismo sucio —tan presente en los cuentos de Charles Bukowski— se sentirán defraudados. Que nadie espere que Elisa se abandone a los placeres más procaces o intente asesinar a Belén Esteban. Maribel Romero propone, más bien, una serie de rebeldías al alcance de cualquiera. Acompañaremos a la protagonista en sus victorias y fracasos, sintiendo el acero frío de la guadaña cada vez más próximo.
Las salidas de tono de Elisa van desde comprarse un perro hasta la infidelidad, pero simpatizo especialmente con la decisión de dejar su empleo en una asesoría laboral —ojo, empleo fijo— para vivir intensamente las pocas semanas que le quedan. El personaje que le sirve de cómplice no podría ser más jugoso desde el punto de vista literario, ya que no existe a ojos de los demás. Se trata de una alucinación. La joven ve a su doble, y lo bautiza con el nombre de Asile porque hace lo que le viene en gana. No es la primera vez que la escritora introduce elementos fantásticos en sus novelas. Recordemos el cementerio de hierba o el río circular de El perfil de los sueños.
El estilo de Maribel Romero, con predominio de las comas sobre los puntos, tiene a veces un aire a Saramago. Sin embargo, posee rasgos que la hacen inconfundible. Estás deseando acabar un capítulo para leer otro, los párrafos poseen la extensión justa, hay signos de diálogo —no sé qué perra les ha entrado a algunos escritores con eliminarlos—, y por encima de todo usa un lenguaje tan asequible como una alpargata.
Para rematar la faena, el libro se desliza por la senda de la ironía con una finura muy alicantina. Este chiste, por ejemplo, no oculta cierta admiración por la simplicidad masculina: «Si después de mi adiós definitivo me aguardaba una reencarnación, quizá no fuera descabellado nacer hombre, tener la oportunidad de experimentar, dentro de un cuerpo dominado por un pene, cada una de las sensaciones que nos ofrece la vida.»
Maribel Romero escribió una vez: «… si has sido capaz de extraer un mensaje de un libro jamás lo olvidas.» Quizá el mensaje de El peso de las horas es que ningún vaticinio de muerte puede superar a las ganas de seguir viviendo. Que se lo digan a Elisa Lalira.