miércoles, 26 de noviembre de 2014

BALLENAS
























A veces un artista, de tanto golpear como una polilla en un tarro de cristal, firma una obra maestra. Cervantes escribió El Quijote, John Carpenter filmó Están vivos, y El Columpio Asesino compuso Diamantes (Mushroom Pillow, 2011).

Hay una coplilla de Diamantes que repito como una especie de mantra cada vez que escribo: «Sé que no lo hice bien, ahora sé que mal es lo mejor que lo puedo hacer». El Columpio Asesino parece haber seguido esta máxima a pies juntillas en su nuevo álbum. Ballenas muertas en San Sebastián (Mushroom Pillow, 2014) no sólo se aleja de lo que podría ser la segunda parte de Diamantes, sino que rompe el molde. En este sentido, la banda mantiene un estilo molesto y rudo que cabalga entre el rock y el punk, sin olvidar la música electrónica.

Confiesan que la inspiración para este trabajo viene de la crisis de valores de la época actual. Hartos quizá de desayunar todos los días con los casos de políticos corruptos o sacerdotes pederastas, grabaron en una casa antigua, sin cobertura ni internet, de un pueblo de la montaña navarra donde convivieron durante tres meses.

El mayor problema del álbum es precisamente que su aguijón se vuelve contra sí mismo. Demasiada oscuridad y escasa luz. La denuncia de un sistema corrupto en canciones como «Babel» o «Ballenas muertas en San Sebastián» se queda solo en la denuncia. No va más allá. No aporta un rayo de esperanza. También saben a poco ocho cortes y una introducción. La primera mitad concentra el mejor repertorio, como la tétrica «Escalofrío» o la inesperadamente optimista «A la espalda del mar». La segunda contiene los temas más flojos, como «Entre cactus y azulejos», la canción hablada que cierra el disco.
            
Me sigue pareciendo un acierto repartir las canciones entre Cristina Martínez y Álvaro Arizaleta. Me encandila aún el retraso de los estribillos, que explotan como un orgasmo al final de la canción. Pero Ballenas resulta un disco inestable con algún destello de brillantez.

lunes, 17 de noviembre de 2014

EL SEÑOR (6)

















Mientras Nuria decide ir a robar al Corte Inglés —vaya ocurrencia—, yo opto por darle a la invisibilidad un fin más provechoso. Nos ha desvelado el ruido de la ducha a las ocho de la mañana. La amiga que alojó anoche a este par de pájaras es conserje en un edificio oficial.
            
Al tomar conciencia de mis, llamémoslos así, poderes, creo que una responsabilidad nueva me llama a ejercer de cicerone. Usted, lector, será el visitante privilegiado de este museo del hombre.
            
Camino sin prisa, disfrutando del paseo por la ciudad. No hace ni frío ni calor, sino un clima benigno que no presagia nada bueno. Al principio, esquivo a los transeúntes como una persona normal. Cuando caigo en la estupidez de mi acto, me echo a reír. Más de uno se gira con temor hacia el vacío, y acelera la marcha.
            
Entro en el edificio donde, en unos minutos, comenzará la rueda de prensa. No cabe un alfiler en el salón. El hombre de la barba rala comparece ante los medios para hablar de las medidas que su gobierno va a tomar, a partir de ahora, para atajar los casos de corrupción.
            
Cuando anuncia la tercera norma, tan tibia como las dos anteriores, se queda congelado en la frase «habrá tolerancia…». Con un gesto de dolor infinito en la cara, acierta a decir aún «… cero». Los fotógrafos inmortalizan lo que podría resultar, con suerte, un infarto en directo.
            
Aflojo un poco la presión en los testículos, no sea que se desmaye sin terminar su discurso. Mira a todas partes asustado. Suda copiosamente. La vicepresidenta le ofrece un vaso de agua.
            
Después de beber, dice lo que le he susurrado al oído que diga. Lo repite varias veces para que no exista ningún género de duda.
            
—La única medida efectiva contra la corrupción es que, de aquí en adelante, una mujer asuma el gobierno.

domingo, 9 de noviembre de 2014

LA URNA



















     Acababa de visitar el cuerpo incorrupto de la monja. Un pobre me dio los buenos días en el vestíbulo de la iglesia, y busqué unas monedillas que tintinearan en su vaso. Entonces noté la falta en el bolsillo.
     Regresé al interior y pregunté al párroco. Se encogió de hombros. Fui a interrogar a una beata que se santiguaba frente a la urna de cristal, y me dijo que guardara silencio. Observé que miraba fijamente un punto. Las manos de la monja cruzadas sobre el pecho. Mi cartera debajo.
     Al susto siguió la perplejidad, y luego la cólera.
     En este país, pensé, no se libra ni Dios.



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