—El calor juega en el parque —dijo Clara refiriéndose a aquel octubre de sol y moscas. O tal vez a que era lunes, estaba enferma y en el parque no había un solo niño con el que jugar.
Quien no se haya enamorado alguna vez de la profesora de naturales o de la compañera de instituto, que tire la primera piedra. Sin embargo, pocas veces ese primer amor resiste el paso del tiempo. Si lo hace, quizá esté condenado a convertirse en el amor disfrazado de amistad que tan bien retrata Manuela Maciá en Eternamente Helena (Juan Gil-Albert, 2009).
Dice el escritor Germán Sánchez Espeso que «lo terrible de los deseos de la infancia es que casi siempre se cumplen». En la novela que nos ocupa, el joven Cirilo se enamora de Helena como un besugo. Cuando ella se fija en Ricardo, el único amigo de Cirilo, este se conforma con fingir una amistad que lo deja «solo, completamente solo ante aquel amor viejo y nunca gastado».
Además de su obcecado silencio amoroso, Cirilo calla a todo el mundo su vocación literaria. Al principio, cede al deber de convertirse en un abogado de provecho. No tardará en alumbrar en secreto su primer libro de poemas, que envía a la editorial de Octavio Escudero bajo el seudónimo de Daniel.
Ojalá existieran más editores como Octavio, que la autora define como un «enamorado de la poesía». La literatura dejaría de ser un negocio de churros para hacer justicia a tanto genio en la clandestinidad.
Me he sentido hechizado por el lenguaje que Manuela Maciá despliega en esta novela, ansioso por conocer el final y, al mismo tiempo, retrasándolo al máximo. Uno llega a simpatizar con el personaje de Cirilo, que representa al soñador que habita en nosotros, y acaba odiando al personaje de Helena por estar o por querer estar tan ciega. Ni las vírgenes merecen tanta devoción.
La XX Muestra ha sido la más calurosa que recuerdo, y en cuanto a afluencia de público he visto mucho clon de Berto Romero; deben de regalar por ahí gafas negras de pasta. Por fortuna, dos de tres obras a las que asistí estaban protagonizadas por gente muy joven, señal de que el teatro es un enfermo que goza de buena salud.
El Arniches abrió la Muestra con “Colgados”, una obra sobre la incomunicación en la era de la comunicación y las nuevas tecnologías. Me quedo con la escena en la que una mujer habla con su marido a través de una cámara de seguridad, ilusionada con ese día en que coincidan sus turnos laborales.
Las Cigarreras ofreció “El chico de la última fila”, donde un profe de literatura descubre una redacción genial entre la bazofia que escriben sus alumnos. El dilema surge cuando el prometedor estudiante empieza a narrar, sin ningún tipo de pudor, los trapos sucios de un compañero de clase y su familia. ¿Es ético escribir sobre la vida privada de los demás? ¿Dónde está el límite? Magníficas interpretaciones de todo el elenco actoral, especialmente de Samuel Viyuela (hijo de Pepe Viyuela) como el chico.
El aula CAM fue escenario de “En la otra habitación”, que aborda el conflicto entre una madre que se resiste al paso del tiempo y una adolescente con graves problemas de autoestima. La bomba estalla cuando se desvela que están enamoradas del mismo joven.
Decapitado en su propia habitación entre las tres y las cinco de la madrugada. Podría ser un ajuste de cuentas. Un vecino acusa a la víctima de que le importaban un pito los oídos de sus feligreses, pero de ahí al asesinato… Hago ademán de no entender sus agrias palabras y señala hacia las alturas. El frutero lo califica de pederasta musical porque abusaba de ellas. Lo mismo le servían para llamar al ángelus que para celebrar que los alumnos de bachillerato se iban de campamento. La pescadera ha estado a punto de denunciar en varias ocasiones porque el único día de la semana que no madrugaba apenas podía pegar ojo. Nunca he comprendido esos resquicios fascistas en un estado aconfesional. Se me ocurre de pronto que el vecindario… pero rechazo esa idea por descabellada. Las campanas a muerto anuncian la vida futura.
Finalista que se incluye en la antología Microcrímenes, editada por Falsaria.
Para los amantes del cine de fantasmas, Carnival of souls (Herk Harvey, 1962) es una joya indiscutible. En primer lugar, por su inquietante protagonista, Mary (Candance Hilligoss), una muchacha que, tras sufrir un accidente, decide cambiar de aires y se muda a otra localidad. Allí conocerá a unos personajes tanto o más extraños que ella: la casera de la pensión, el vecino baboso…
Mary es una joven de carácter insociable y arisco, despreocupada por establecer vínculos con sus semejantes. Esto agrava el pánico que sufre ante las visitas de un hombre de negro cuyo descaro y sonrisa burlona hielan la sangre. Al mismo tiempo, se siente irremediablemente atraída por un antiguo balneario abandonado.
No esperéis un ritmo trepidante o sobresaltos por doquier. Estamos ante una película hipnótica, a ratos de una lentitud exasperante, cuya mejor baza es el clima de insano desasosiego.
El blanco y negro favorece esa atmósfera irreal, de pesadilla, donde Mary tendrá que encontrarse a sí misma. En el balneario buscará respuestas a sus preguntas.
La historia del cine recuerda Carnival of souls como la película que inspiró La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968).
Más información y un vídeo espeluznante en el foro Mundo enigma.
Como tantas otras veces, la abandoné encima del mostrador y, sin esperar su revisión mecánica por parte del desconfiado dependiente, di media vuelta hacia la salida. Pero entonces algo me atrapó, sumiéndome en la más absoluta de las perplejidades. —¿Qué tal? —¿Qué tal qué? —contesté francamente despistado. —Pues la película, ¿qué va a ser? Le miré de arriba abajo, como se mira la primera cucaracha del verano, e instintivamente traté de huir. Mientras escudriñaba una salida bañado en un sudor frío, tartamudeaba al hablar. —Sí... claro... bien. —¿Le ha gustado? —Muchísimo. —¿Y los actores? ¿Qué tal estaban? Las piernas amenazaron con dejar de sostenerme. Comprendí de repente la cruda realidad: aquel tipo se había vuelto loco o era novato en el videoclub. Ni siquiera había revisado la película. Y encima iba de tío enrollado. Lo peor en estos casos. —Verá, es mi primer día y quiero empezar con buen pie —dijo confirmando mis peores temores. «Pues te has lucido, chaval», pensé. —Me encanta hablar con la gente y tengo muchas ideas para mejorar el videoclub. Una de ellas es conocer la opinión de los clientes sobre las películas. —¡¿Para qué?! —exclamé horrorizado. —Para ser útil. Por ejemplo, si un cliente pregunta: «¿Qué tal la última de Van Damme?», yo le cuento qué dicen los que la han visto. Me revienta estar aquí todo el día sin hacer nada. «Se te paga por no hacer nada, idiota», pensé. En cambio dije: —¿Y tu jefe qué opina de todo esto? —No se lo he comentado, pero seguro que le parece genial que simpatice con el público, ¿no cree? «No te preocupes, ya le se lo diré yo y te pondrá de patitas en la calle», pensé. —Y volviendo a la película, amigo, ¿usted la recomendaría? Había recuperado la compostura y decidí afrontar la pregunta con serenidad. Al fin y al cabo, vivimos en un país adulto. El problema es que metí la pata. —Encarecidamente. —¿Y qué significa esa palabra? «¿Qué les enseñarán a los chavales en el colegio?», pensé. —Verás, quiero decir que... —Espere, creo que tengo un diccionario por algún lugar... Traté de disuadirlo, pero no me escuchaba. Y se puso a registrar los bajos del mostrador, dejándome allí solo con mi película. Entretanto, se había formado una pequeña cola y yo comencé a sudar tinta de nuevo. —Oiga, ¿dónde está el dependiente? —me preguntó una mujer con cara de pocos amigos. —En algunos sitios se trabaja —se quejó un señor con bigote. —Tengo a los críos solos —protestó una chica joven. Estoy acostumbrado a que me ignoren, a no ser el centro de todas las miradas. Decidí cambiar a otro videoclub más discreto en cuanto me fuera posible. —Oiga, ¿qué película es ésta, joven? ¿Es buena? —una anciana con un paraguas se atrevió a palparla. Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Sólo quería que me tragara la tierra. Aquello era un castigo divino o algo así. Juré que nunca más alquilaría aquel tipo de cine. —Deja, chaval, ya la dejo yo en su sitio. Agarré la película y con la frente muy alta la llevé a su apartada estantería.
Gracias a Dios, nadie pudo ver que era una de esas... películas... ya saben... de pensar un poco.
Este cuento, que nació solitario, se ha convertido en solidario al participar en la antología A este lado del espejo.
Me llamo Manolo y soy el último hombre sobre la tierra. Bueno, dicho así suena bastante apocalíptico. Parece que haya caído una bomba atómica y sólo quede yo. Nada más lejos de la realidad. Hasta ahora, que sepa, no ha muerto nadie. Sin embargo, soy el último hombre sobre la tierra. Ocurrió de la noche a la mañana. Un día me levanté y todo había cambiado. La gente era distinta. Más sensiblera. Más blandengue. Los chicos del barrio no se peleaban, hacían ganchillo. Mi mejor amigo no eructaba ni bebía cerveza en el bar, sino que recogía donativos para salvar a la jirafa parda. Mi novia no estaba torturando a los alumnos en clase, sino repartiendo besos a todas las jovencitas con las que se cruzaba. Tanto tiempo solo, me ha permitido elaborar mi propia teoría sobre cómo sucedieron los hechos. Una especie de virus, producto sin duda de la experimentación bacteriológica con fines militares, se filtró a la atmósfera por accidente y ha convertido a todo el mundo en los seres que más odio sobre la faz de la tierra. A mí, gracias a Dios, no me ha afectado. Quizá porque soy miembro de la Benemérita. Desde entonces, cuando el sol se oculta, asedian mi casa. Casi nunca intentan entrar, pero no dejan de gritarme provocaciones. —¡Baja, maricón, únete a la fiesta! —¡Vamos, Manolo, lo estás deseando! Las primeras noches son un infierno. No me deja dormir ese acoso, pero sobre todo la burla que lo acompaña. Intento ignorar mi desesperada situación subiendo la música a todo volumen, pero es en vano. Desde hace algún tiempo, me pregunto si seré capaz de vivir en castidad eternamente. Quizá no me expreso bien: a mí me van las faldas. Sin embargo, uno no es de piedra. De vez en cuando me he sorprendido fantaseando o espiando a esos homosexuales. Montan sus orgías frente a mi ventana. Parece que se lo pasan de miedo. —¡Baja, maricón, no vamos a comerte! —¡Echa un polvo, cariño! Los homosexuales suelen pasar el día durmiendo, de modo que aprovecho esas horas para almacenar provisiones. Ni la radio ni la televisión emiten. Sólo me quedan mis pensamientos, mis lecturas y mis discos. Alguna vez he pensado en fugarme, pero algo me retiene. Mi novia y mi mejor amigo siguen ahí fuera. Algunas veces los he visto. Son los que me llaman incansablemente. —¡Baja, maricón, no seas tímido! —¡Aunque no lo creas, cariño, somos felices! He tomado una decisión: secuestraré a mi novia y nos largaremos lo más lejos que podamos. Registro las viviendas una por una, pero no consigo averiguar su paradero. La noche se echa encima. Soy buen deportista, así que imprimo a mi carrera la máxima velocidad posible. Me están esperando a la puerta de casa. Rodeado, sin salida, comprendo que un vehículo tal vez me habría salvado de mezclarme con esa chusma. Quizá, en el fondo de mi alma, sólo deseaba hacerlo. Además, no sé conducir. —¡Sube, gilipollas! El coche deja atrás lo que una vez fue mi hogar y se adentra en el desierto. Fuma un puro, escupe, eructa. No puedo creer la suerte que he tenido. El viejo que me ha rescatado asegura que, en la prisión, todos son machos. Este relato participó en el Halloblogween 2012, una terrorífica propuesta de Teresa Cameselle.
Hay muchas cosas en este mundo que no entendemos, pero eso no quiere decir que no existan. Sobre realidades incómodas habla Maribel Romero Soler en Más allá de las estrellas (Edimáter, 2012), su última novela destinada a público juvenil. El fenómeno OVNI representa, sin lugar a dudas, una de esas incógnitas que cualquier gobierno prefiere archivar en un cajón. Otra la constituyen los casos sin resolver de personas desaparecidas. Asociar ambos misterios es el desafío de esta novela de ciencia ficción.
Ana y Miguel forman una pareja que casi ha perdido la esperanza de encontrar a su hija Claudia, desaparecida quince años atrás. El inspector Gálvez, encargado del caso, se ha dado por vencido. Un buen día, Ana recibe una llamada de alguien que dice haber visto a su hija. Escéptica, se lo cuenta a su marido. Este acude a comisaría a ponerlo en conocimiento del inspector, pero en su lugar encuentra a Ramón Páez, un joven policía de mentalidad abierta que tiene su propia teoría sobre los hechos.
Ramón sostiene que Claudia es una chica especial dotada de un sexto sentido que le permite comunicarse con extraterrestres, y que estos son los culpables de su prolongada ausencia. Aunque algo cotillas, los alienígenas de la escritora ilicitana se revelan bastante pacíficos y terriblemente tímidos: apenas tienen una frase en toda la novela.
Una de las grandes virtudes del estilo de Maribel Romero es que no peca de ser excesivamente literaria, de ahí su tirón entre el público de todas las edades. De esta cualidad se derivan dos banderas que todo escritor debería enarbolar: la concisión y la sencillez expresiva. Es frecuente leer hoy en día historias de cuatrocientas páginas que podrían haberse contado en menos de la mitad.
Al alabarle a Maribel Romero lo bien documentada que me había parecido la novela, me comentó que se había servido fundamentalmente de internet. Se me olvidó añadir que Más allá de las estrellas posee el final más conmovedor que he leído en los últimos años, porque como su autora afirma: «El cariño es un lenguaje universal que todo el mundo entiende».
A finales
de octubre cumplo años, pero en esta ocasión me importa un poco menos, ya que
el blog EL LIBRO DISTRAÍDO me cita entre los jóvenes autores alicantinos que
han publicado en 2012. Será que no se han puesto las lentes para ver que ya
pinto canas, será que en esto de la literatura los octogenarios son aún niños
de teta. En cualquier caso, que vivan los jóvenes de treinta y muchos, y la
miopía.
Hasta hace poco hubiera jurado que Castilla la Mancha era tan llana como una tabla de planchar. Mi primera impresión cuando bajo del autobús es que la ciudad de Toledo, egoísta, se ha quedado con toda la montaña para ella sola.
Oscurece y refresca. El taxista, animado ante la perspectiva de una carrera en domingo, nos pregunta de dónde venimos. Yo le pregunto, a su vez, si el hotel queda lejos. Demasiado tarde descubrimos que a tiro de piedra y que nos ha soplado un ojo de la cara.
Entramos en el hotel jurando en arameo, y el recepcionista, que ya se huele el percal, no puede evitar una sonrisa. En parte buena gente, en parte solidario a la hora de sablear al turista nos sugiere un restaurante para cenar. Se le conoce por el Bu y se ubica en un miradero. Es el momento de relajarse ante una cerveza, de dejar atrás trabajo, hijos y responsabilidades.
Amanece y aún refresca, aunque la noche ha sido más bien calurosa. Mi mujer advierte que la ducha pierde agua y, al informar del problema, nos cambian de habitación. La nueva está al final del pasillo y a mí se me antoja más tétrica. Posee un ventanuco a ras de suelo por donde circulan piernas bien torneadas o pantorrillas pilosas.
Toledo, a la luz del día, carece del embrujo con el que sus callejuelas empedradas y sus farolas de oro acogen al noctámbulo, mientras el eco de las pisadas sugiere un silencio sepulcral. De vez en cuando te giras por si te sigue alguien: es la cercanía de tu propia sombra.
Desayunamos algo ligero y ganamos la calle, topándonos de bruces con una nube de mosquitos que parece darnos la bienvenida. El río Tajo rasga la ciudad en dos allá abajo. Nuestro hotel se yergue en la falda del peñón, y a pocos pasos unas escaleras mecánicas ascienden al casco antiguo, que corona la cima. Usaremos tantas veces dichas escaleras que nos sentiremos un poco Michael Landon en Autopista hacia el Cielo.
El casco antiguo toledano tiene su punto de partida en la plaza Zocodover, de la cual nacen tentáculos repletos de tiendas consagradas al turista. Da lo mismo que te escondas. Tarde o temprano te engullirán. Un trenecito infantil da paseos a quienes prefieren no andar, pero es mejor ir a la aventura. El primer destino obligatorio es la catedral. Escogemos una oferta que incluye visita guiada a la misma, una iglesia, una sinagoga y un monasterio.
El guía narra la historia de la catedral con una fina ironía que se agradece. Me impresiona la profunda tristeza de las pinturas del Greco, un artista incomprendido en su época. En la sinagoga de Santa María la Blanca una monja muerde una manzana mientras espera que alguien le compre un souvenir. Curiosa imagen que demuestra que en Toledo conviven tres culturas: la judía, la cristiana y la musulmana.
Hablando de comer, nos ha salido al paso un restaurante árabe llamado La Casa de Damasco, habilitado en una antigua cueva. Perdemos la cabeza ante la perspectiva de un té moruno.
Por la tarde visitamos algún museo, que los hay a patadas, esperando con ansiedad de vampiros la caída del sol. Hemos reservado una ruta nocturna por el Toledo misterioso.
Con pulsera acreditativa de la excursión, que hay mucho fantasma, nos ponemos en camino. Tras salvar algunas cuestas, el guía se detiene bajo el techo de un cobertizo. Relata la truculenta forma de averiguar si una mujer era bruja en la Edad Media, que consistía en lanzarla al río. Más adelante paramos en el número 17 de la calle del Duende, que nadie quiere habitar pese al alquiler ridículo. Allí vivían dos solteras que pasaron a mejor vida y dejaron la casa a su ama de llaves. Todo fue bien hasta que la señora sorprendió a las antiguas dueñas durante un paseo espectral.
A estas alturas de la ruta, me acuerdo de mi amigo José Luis Ruiz Dangla, cuya silla de ruedas haría furor por los tortuosos callejones de Toledo. De vuelta a la realidad, descendemos a otra cueva, situada esta vez en una propiedad particular. El guía porta una linterna enorme para evitar cualquier apagón. Nos cuenta que aquel era refugio de intelectuales que gustaban del vino y la juerga. También deambulan por sus corredores una mujer de blanco y dos infantes, con quienes jugaban los hijos del anterior propietario. La dueña de la casa prefiere esperar arriba.
Como epílogo, el cabroncete del guía se ofrece a informar a quien le interese si su hotel alberga un fantasma. El nuestro no tiene premio, pero entre las luces que se encienden automáticamente, el pasillo en penumbra y el piloto rojo de la televisión paso una auténtica noche toledana.
La claridad de la mañana disipa las sombras, aunque no las de la concejal socialista de Los Yébenes, cuyo calentón grabado en vídeo algún envidioso ha colgado en la red. Para huir de la erótica del poder, decido practicar algo de senderismo por la orilla del Tajo. Encuentro una balconada artificial al seguir a un grupo de adolescentes risueños. Discurre a varios metros sobre el río, donde pescan jóvenes anclados como juncos o entre peligrosos peñascos. Al final me aguarda una especie de estanque que habitan cientos de patos. Si lo viera un chino…
Quedan las últimas compras, de las que me desentiendo, aprovechando para gozar de un paseo sin rumbo ni dirección. Aún andaría extraviado por el casco antiguo de Toledo si una figura meditabunda con un libro bajo el brazo no me hubiera preguntado la hora. Esta vez alcanzamos la estación de autobuses a pie, y literalmente nos desplomamos sobre los asientos.
Aunque resulte increible, no tenía previsto asistir al concierto que Enrique Bunbury dio el pasado 19 de agosto en la Plaza de Toros de Alicante. Entre otras razones, el último disco de versiones latinoamericanas es un verdadero latazo. Y el precio de la entrada dolía más que nunca. Un amigo, que no daba crédito a mi falta de motivación, estuvo a punto de regalarme una. Mi mujer, más licenciada que yo, incluso buscó infructuosamente en la red. Los diez minutos que separan mi casa de la Plaza de Toros sirvieron para decantar la balanza. A un par de horas del concierto, decidimos ver si quedaban entradas. Por extraño que parezca, así era.
No me arrepentí.
A las diez en punto de la noche, los Santos Inocentes (el nombre de guerra del grupo) abrieron con ese tema instrumental que es «El mar, el cielo y tú». Con la última nota aún en el aire, Bunbury salió al escenario con un traje rojo cereza que recordaba a la gira Pequeño Cabaret Ambulante. Tras la optimista «Llévame», dijo que traía un puñado de canciones melancólicas y cantineras para los corazones solitarios. Deseando que el repertorio fuera del agrado del público cantó «El solitario», la historia de un perdedor que podría ser cualquiera de nosotros.
La primera sorpresa de la velada fue la revolucionaria «Big-bang», incluida en Radical Sonora, su primer disco al margen de Héroes del Silencio. Luego interpretó ese himno generacional llamado «El extranjero», una oda al espíritu itinerante que critica la estrechez de miras.
Sin pelos en la lengua y llamando a las cosas por su nombre, volvió a salirse del camino trillado con el tema «Puta desagradecida», que se rumorea dedica a una cantante muy famosa de nuestro país.
Quizá uno de los momentos álgidos de la noche fue la esperada «Los habitantes», perteneciente a Las consecuencias. Esta canción suena a la mítica Hotel California de Eagles, pero no es un plagio ni una versión. Es completamente nueva. El solo de guitarra de Jordi Mena me parece sencillamente magistral.
Mi mujer quería escuchar «El cielo está dentro de mí», pero Bunbury hizo oídos sordos a la petición de una fan. A la mañana siguiente, me tocó tragármela doce veces en la radio del coche.
Queda demostrado, por tanto, que Bunbury hay para todos los gustos. Yo prefiero su lado más roquero y experimental. Otros se inclinan por las baladas. Es un hecho que el maño domina al máximo su voz y sus gestos, que se come con patatas el escenario. Se le quiere o se le odia, pero con fervor casi religioso.
Hoy no tengo ganas de hacer el amor, dijo buscando
algo de ternura bajo las sábanas. Abrázame. Ella no puso el grito en el cielo. Fue
hacia la ventana y corrió las cortinas.
En septiembre me tomo un respiro bloguero. Muchas gracias por vuestra atención. Que os vaya bien bonito.
Perdonen si me pongo un poco serio,
pero es una realidad incuestionable que nadie va a quedarse aquí para contarlo.
En
esta línea se mueven los relatos que conforman La segunda vida de Christopher Marlowe, del alicantino José Payá
Beltrán, publicado por el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert. Todos, de una
forma u otra, se ven salpicados por la muerte cuando no constituye su eje
principal. En este escenario se deshojan temas como el desamor, la usurpación
de la identidad, el instinto de supervivencia o el sentimiento de culpa. Así se
demuestra que muertes hay muchas y no necesariamente suponen algo negativo.
Pese
a lo negro de la temática, Payá logra dotar a sus cuentos de la luminosidad
necesaria para que se entiendan y al mismo tiempo sean literarios. Es el caso
de «Las gafas de sol», que narra en el marco de una discusión de pareja la
angustia espiritual de un hombre ante la posibilidad de una pérdida.
Decía
Hemingway que todo cuento encierra otro cuento debajo. Es como si la historia
invisible fuera tanto o más importante que la visible. Payá nos presenta en «La
noche sinuosa» a un chico acorralado por un toque de queda, pero no explica
quiénes son los febriles conductores que lo acechan ni sus motivos, aumentando la
zozobra en el lector. Del mismo modo, en «El hombre visible» no desvela el
crimen que cometió el protagonista para merecer la muerte.
Leyendo
el relato que da título al presente volumen me he acordado del día que conocí a
Pepe Payá. Fue en la Feria del Libro de Alicante. Me acerqué y le pedí
un autógrafo. Hizo la clásica pregunta: ¿cómo te has enterado? Leí un artículo
en el Información, dije. Entonces, sin venir a cuento, me propuso un
intercambio de papeles. Él sería el genio en la sombra y yo el crítico literario.
Aseguró que nos haríamos de oro.
En
el último instante me surgieron dudas y rechacé la oferta. No me apetecía
despertar una mañana con un cañón apoyado en la sien «antes de que esparcieran
mis sueños por el suelo». Por cierto, no podía faltar una historia de fantasmas
en un libro que cuando acaba sigue rondándote la cabeza. Lectura para paladear
al borde del precipicio.
Escribir historias de 140 caracteres no es tarea fácil. Si además deben ser eróticas y con una pizca de humor, la dificultad crece (no piensen mal). Este es el reto que lanzaba el concurso de esta página, ya finalizado. Me acompaña en esta aventura la escritora ESTER PLANELLES. A ver si adivináis qué micros ha escrito cada uno.
Por
tontear con la castidad, ella tuvo que buscar un cerrajero 24 horas. Como
estaban de safari, el tipo se quedó el cinturón en prenda. Comenzó a excitarse ante la visión de sus bíceps,
de sus tríceps, de sus cuádriceps. La deformidad del espejo la dejó fría. Después
de una hora de sensual recorrido por llanuras, cerros y abismos, echó el freno
y le rogó que le diera una biodramina. Intenté resolver divisiones para no acabar aún, pero al acordarme de la hipoteca perdí toda liquidez.
Una avalancha de clientes inundó el establecimiento que días, semanas, meses antes había permanecido solitario como iglesia en agosto. El dueño se frotó las manos al tiempo que su mujer recelaba: —No creo que estas rebajas del 100% levanten nuestro negocio. Más bien nos hundirán definitivamente en la miseria. —Tú confía en mí, querida, que nadie ha aguantado tanto tiempo sin gastar.
El verano suele estar repleto de iniciativas culturales de lo más variopintas, la mayoría de las cuales te importa un carajo el resto del año. Sin embargo, en esta época las acoges con alborozo.
La versión de Drácula de 1931, que encarna un sobreactuado Bela Lugosi, me empuja dando un paseo a la Sede Universitaria de Alicante. El público asistente está compuesto, en su mayoría, por jubilados o por estudiantes que acaban de leer la edición crítica de la novela de Bram Stoker. Una madre con peinado a lo Amy Winehouse lleva a su hija a conocer el mito.
Con permiso del conde, siempre me pareció más fascinante el personaje de Rendfield, interpretado por el actor americano Dwight Frye. No sólo a mí me enloquece esa mirada, esa risita demente. Alice Cooper compuso Ballad of Dwight Fry en honor a este actor, que se encasilló en papeles de maníacos.
A diez minutos del clímax, Drácula queda congelado intentando hipnotizar a Van Helsing. La imagen avanza unas cuantas décimas de segundo y se detiene. Así, a cámara lenta, Bela Lugosi está tan cómico que nos da la risa.
En vista de lo que sucede, avisan a un responsable. Manipula el aparato sin suerte. Extrae el deuvedé, lo inserta, busca opciones en el menú. Nadie da crédito a lo que ocurre cuando reinicia el film, ignorando el índice de capítulos. Por suerte, conoce el botón de avance rápido pero lo acciona a una velocidad ridícula. Nos comemos Drácula de nuevo escena por escena.
Es curioso que ninguno de los presentes acuda en auxilio de esa mujer peleada con la tecnología. Me recuerda que los españoles nos lanzamos a la calle a protestar tarde y a destiempo. La mayoría de las ocasiones, cuando ya no hace falta. El deuvedé se vuelve a parar, esta vez un poco más adelante. La apurada auxiliar dice lo que todos esperamos: «Esto no tiene arreglo». Y añade: «Al final el vampiro muere».
El tiempo se había detenido, estancado en sus pezones, atrapado en su lengua que se enredaba con la mía.
Siento decepcionarle, querido lector, no le presento la última novela de La Sonrisa Vertical, pero no me niegue que esta frase destila erotismo, atrapa como insecto en el ámbar. Le hablaré del libro al que pertenece este fragmento enseguida. Antes póngase cómodo en su sillón favorito y disfrute, aunque hágalo con moderación. Puede que haya una «Amantis» al acecho.
Por cierto, ¿tiene mascota? Mejor. Yo me deshice de mi perro hará un par de horas. Sé que suena paranoico, pero me observaba de un modo casi enfermizo, hasta el punto de que llegué a convencerme de que en cualquier momento me devoraría.
Hablando de devorar, usted también habrá oído casos de mujeres jóvenes que se casan con viejos a punto de criar malvas. Aún no están fríos en «El ataúd» mientras ellas compran abrigos de visón. Afortunadamente, algunos deseos se revuelven contra su dueño. Igual que en el famoso relato «La pata de mono» del escritor inglés W. W. Jacobs.
Acabo de regresar, querido lector, de tomar un trago y le encuentro en la misma postura que le dejé, hechizado por ese libro misterioso que no ha soltado en toda la tarde. No quiera saber lo que me ha ocurrido. Aún tengo ese olor a chamuscado metido en la nariz. Se me pasará, espero. Quién sabe lo que cruza por la cabeza de esa gente que nos invade de otros países. Se creen que esto es Jauja, que la vida no es un «Sacrificio» constante.
Perdone, el libro es de una escritora llamada Felisa Moreno. Si no es mucho pedir, estimado lector, le agradecería que sacara la mitad de su cuerpo de las páginas abiertas como fauces. Por supuesto que lo entiendo, no está en condiciones de complacerme. Y se deja engullir hasta desaparecer en estos Cuentos caníbales (Amazon, 2012).
Yo no soy amigo de aglomeraciones ni de la necesidad de trascender a toda costa que tienen algunas personas. Prefiero, en lugar de eso, la soledad útil y el rentable olvido para poder crear historias.
Por ello, cuando la editorial me propuso firmar en la Feria del Libro de Madrid lo tomé como algo que no cambiaría mi vida en absoluto. Y así ha sido, en parte.
La soledad presidió el inicio de nuestro fin de semana en Madrid. Una soledad en compañía, primero de las estrellas, luego del amanecer en el tren. Mi mujer optó por escuchar música; yo preferí ver una película con la que me harté a llorar. Algo debió de influir la falta de sueño.
Tras un fugaz vistazo de Atocha, buscamos el hotel y nos instalamos. Faltaba aún un buen rato para la hora de comer, así que decidimos visitar lo que nos saliera al paso. Y nos encontramos cara a cara con una manifestación de ciclistas desnudos. No fue plato de buen gusto contemplar tanto pene famélico, tanta teta esmirriada bregando con el aire.
En la calle Desengaño existe una tienda de fachada de madera donde mi mujer quería arruinarse a toda costa, de modo que nos dirigimos allí por la emblemática Gran Vía. No tardamos en caracolear por el barrio antiguo, y pronto la dejé con una sonrisa de oreja a oreja. Caminando sin prisa, llegué hasta una plaza donde las putas ejercen junto a una comisaría. Al menos, no les falta seguridad. Al doblar una esquina, me echó los tejos un muchacho en bermudas que iba marcando paquete y fumaba con mucho arte. Consulté el mapa. El barrio de Chueca quedaba al lado.
Poco después, nos contábamos estas y otras anécdotas en el único restaurante japonés vegetariano de Madrid.
Después de una siesta reparadora, caímos por la Feria. Sería más exacto decir que fuimos engullidos por una multitud borracha de figuras literarias. Este es uno de sus principales atractivos: que te firme un autógrafo tu escritor favorito. El problema surge cuando los que te gustaría que estuvieran no están. No sé qué me pasó. Pudo ser una crisis de Lucías o un hartazgo de Boris. El caso es que salimos de allí como alma que lleva el diablo, no sin antes reparar en una caseta algo apartada, donde compré la novela Más allá de las estrellas, de Maribel Romero Soler. Me identifiqué tanto con el ojo alucinado de la portada…
La noche nos guió, sin saber muy bien cómo, a la Puerta del Sol, donde los indignados agitaban cualquier objeto metálico en señal de protesta. Me pareció escuchar: «Zapatero readmisión». Tengo el oído fatal, porque en realidad decían: «Los banqueros a prisión».
La Feria ofrecía una imagen más amable aquel domingo, alejada de las aglomeraciones que me hicieron huir el día anterior. Aquello me animó a comprar otro libro antes de asistir a mi propia firma. En el camino nos encontramos a Mari Carmen Azcona, que me dio un abrazo de película, desatando las envidias rencorosas de los paseantes. La jornada no podía haber empezado con mejor pie.
Mari Carmen ya estaba junto a la caseta de Carrasco Libros cuando llegué cargado con la novela Nada es crucial, de Pablo Gutiérrez. Busqué nuestros nombres en el cartel anunciador de firmas, y entonces lo vi. Habían escrito en una libreta cuadriculada PATCHWORK y VAREANDO “NUVES”. Era el colmo de la cutrez.
Al principio me callé como una puta, pero una mujer, que me confundió con el vendedor de la caseta, hizo la observación de que “NUVES” era una falta grave. No se lo discuto, señora, repliqué, pero la falta no es mía. Y le mostré la portada del libro para reforzar mis palabras. Me miró con desprecio y se marchó.
Una vez corregido el despiste, prosiguió la firma sin mayores incidentes destacables. Algunos amigos hicieron el esfuerzo de acercarse hasta la Feria y se lo agradezco mucho. Fue el caso de Conchi Agüero, que me ha arropado en tres actos de promoción de VAREANDO NUBES. Creo que le debo otro cuento. También tuve el placer de conocer en persona a Álvaro de la Riva, yonqui del cine de podridos, y cuya novela Parásitos reseñé para mi blog. Mientras nos fundíamos en un caluroso abrazo se escapó una paradoja: ¡Cuánto tiempo sin vernos!
La tropa de Netwriters tampoco se perdió el evento. Aluciné con la generosa simpatía de sus miembros, con el porte aristocrático de Emilio Porta y con el sentido ético de Enrique Gracia, quien tuvo el detalle de incluir mi obra en el blog dedicado a la colección. Los amigos del Trasatlántico demostraron que todos somos un poco lobos en este mundo de redes sociales. Me hubiera encantado comprar un ejemplar de Historias de la puta crisis, pero no tuve previsión de guardar unos eurillos. Quizás en algún momento pueda escribir una reseña.
Mientras los últimos curiosos flirteaban entre las páginas de nuestros libros sin decidirse a comprar, Mari Carmen y yo recogíamos nuestras pertenencias dispuestos a dejar la caseta. Me despedí de una escritora que se hacía fotos con quienes compraban su novela new age. Fabulosa táctica, sobre todo si tenemos en cuenta las perolas que lucía.
Alguien le preguntó a mi mujer si nos apetecía comer con los trasatlánticos en un restaurante. Allí, lejos de nervios y cerca de un vino rosado, dejamos volar un poco al chiquillo que llevamos dentro, desmenuzando las mejores jugadas de una firma tan surrealista como entrañable. Nos tocó una camarera de mente cuadriculada que no hacía más que recordarnos lo que no entraba dentro del menú. Creo que me habría casado con ella, con permiso, claro está, de mi pareja. Y así formaríamos un trío maravilloso: la realidad, la locura y una página en blanco.
Juan despertó aquella mañana con el presentimiento de que algo había cambiado en su interior, pero no le concedió mayor importancia. Se preparó para desayunar, como todos los días, su tazón de leche con colacao. Enchufó la radio a toda potencia, pero no en la emisora de noticias que solía, sino en una cadena musical. Sonaba «Paquito el chocolatero». Se asustó al tararearla. Se asustó mucho, pero no podía evitarlo. Al acabar la melodía, vomitó estrepitosamente en el pasillo. Huyó a la calle. Necesitaba tomar dos o tres bocanadas de aire puro. En su lugar, tuvo que conformarse con el humo de una traca que estalló en sus mismas narices. Y a continuación, las delicadas notas de «El tractor amarillo» en formato banda de música. Un chaval salía cargado de material de una tienda que en su origen había sido de disfraces. Juan sintió que le hervía un sentimiento nunca antes imaginado, una alegría nunca antes saboreada, una necesidad de unirse a la tarea de reventar tímpanos. Suplicó y suplicó, pero el chiquillo dijo que eran suyos, que no pensaba compartirlos. No le dejaba otra opción. Lo agarró del pescuezo y le robó los petardos. Acabó en comisaría, entregándose. Unas horas después, se encontraba de nuevo en la calle. Un poli le había aconsejado que se alejara de aglomeraciones, niños y petardos. En resumen, que se tomara la vida con tranquilidad. Decidió picar algo en una cafetería. Eligió una pequeña, un poco tétrica, con un televisor enorme, apagado. Pidió al camarero cualquier cosa de comer y le trajo coca amb tonyina. En circunstancias normales, se la habría tirado a la cara, pero aquello era una pesadilla, un descenso a los infiernos, el apocalipsis. Nada de lo que estaba viviendo tenía sentido. Y como si fuera un exquisito manjar, la despachó de un solo bocado. El colmo es que le gustó. Lo que le convenció de que estaba atravesando una crisis espiritual al más puro estilo del padre Karras en «El exorcista» fue la necesidad de encender la tele de la cafetería. Nunca le había gustado la caja tonta. Siempre había preferido leer a Kafka o Freud. Eran sus autores favoritos. También le fascinaba el cine. Era un apasionado de Akiro Kurosawa. Pero aquella mañana de junio se hincó de rodillas en el suelo adornado con cabezas de gambas y pidió a voz en grito que un alma caritativa conectara el viejo aparato. —¿Algún canal en especial? —dijo el dueño del establecimiento con algo de retintín. —Pues ahora que lo dice, ¿sería posible ver una buena corrida de toros? —Pues claro que sí, hombre, no faltaría más. Dos hombres vestidos de blanco lo metieron en un coche fúnebre con una sirena en el techo, no porque quisiera ver la tele, sino por intentar torear una croqueta de jamón. Durante el trayecto en ambulancia, Juan supo que aquello no era una crisis espiritual. Se parecía más bien a una evolución de sufrido capullo a descarada mariposa. Aquellas fueron las mejores Hogueras de su vida. Al día siguiente, Juan volvió a presenciar una corrida de toros, esta vez en directo, como invitado especial en el palco de honor, escoltado ni más ni menos que por el Alcalde y el Presidente de la Comisión Gestora. Él ya no era él. Era ella. Saludaba con la mano. Sonreía. Se asaba de calor bajo el pañuelo blanco de puntilla de bolillo. Ahogaba todos los poros de su piel con un espeso maquillaje. Sufría los rigores de la felicidad dentro de ese corpiño de terciopelo negro. Los toreros lanzaban orejas al público y cogió una, pero era de un señor con bigote y hubo trifulca. La noche de la Cremà lloró como una magdalena porque se quemaba el monumento tras un año de indecibles esfuerzos. La opinión pública se pregunta cómo es posible que sucedan estas cosas. Una chica ha aparecido maniatada y amordazada en el maletero de su coche. Según ha declarado, un señor aparentemente amable la obligó a desnudarse y a introducirse en el portaequipajes. Este señor, que se halla en paradero desconocido, se hizo pasar por Bellea del foc toda la jornada sin que nadie se diera cuenta. Ni siquiera sus propias Damas de honor, que mantienen que el sueño y el cansancio tras cinco días de fiesta las inhabilitó para ejercicios detectivescos. El médico que ha realizado el chequeo a la auténtica Bellea afirma que se encuentra bien de salud, aunque los daños psicológicos son irreversibles.
“Ha de hacerse cargo del humorismo de la vida, del humor patibulario de esta vida… Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír”. Hermann Hesse: El Lobo Estepario