Hace la friolera de ocho años que soy voluntario para la Fundación Dasyc. Constituida en Valencia en 1994 como una institución benéfica y sin ánimo de lucro, actualmente, entre otros objetivos, desarrolla proyectos de voluntariado social. El acompañamiento de personas mayores es el campo en el que desarrollo mi labor. No sé muy bien por qué motivo elegí esa franja de edad. Quizá porque mis padres me tuvieron ya cuarentones. Quizá porque José Antonio Beato Herrador me dijo que era donde más falta hacía. Nunca lo sabré.
La Pandemia que todos conocemos me ha impedido realizar las visitas habituales —un día semanal— a mi usuario: José Luis Ruiz Dangla. No siento vergüenza de confesar que lo echo de menos. Han sido ocho años de amistad que han pasado en un suspiro. Recalco la palabra amistad, porque está muy devaluada últimamente. Vivimos en una sociedad donde impera el interés, la zancadilla, la división en lugar del consenso. La propia gestión de esta crisis sanitaria resulta un ejemplo lamentable.
Aunque nunca hemos perdido el contacto telefónico, se añoran las risas en su piso a costa de la esperpéntica actualidad. Llegamos incluso a patentar debates a tres con Nuria, la vecina. Ninguna televisión los habría emitido porque no nos despellejábamos.
Con la llegada del otoño, Dasyc me permitió reanudar las visitas a través de un consentimiento firmado por ambas partes. Siendo yo personal de riesgo por mi profesión y padeciendo José Luis varias dolencias, decidimos de común acuerdo seguir como hasta ahora, es decir, cada uno en su casa. Hasta que pase la tormenta al menos.
Dice Alba Pérez que me queda voluntariado para rato. No veo el día que se acabe esta pesadilla y estrechar la mano de mi amigo.