jueves, 28 de febrero de 2019

TÓCALA OTRA VEZ, SAM






















Puede que no les suene el nombre de Manuel Cado. Sin embargo, quizá a él sí le suena alguno de ustedes. La observación es una herramienta fundamental de su trabajo que ahora, afortunadamente, también aprovecha en su labor literaria. La capacidad de escuchar también. Acaba de publicar una ópera prima que aúna esas dos cualidades. Se llama El ocaso de Valeria (Letra Minúscula, 2018).

Circunscrita al género negro o policíaco, la novela da vida a un inspector de homicidios prejubilado que mata las horas empinando el codo y paseando por la alicantina playa del Postiguet. Todo cambia cuando le buscan para investigar el asesinato de Luis Belmonte, un pez gordo al que muchos querían muerto.

Paradójicamente, el inspector Samuel Mir es Manuel Cado y no es Manuel Cado. Escritor y personaje coinciden en que ambos son hábiles observadores y atentos oyentes. Ahí acaban las semejanzas. Samuel, apodado Sam, responde al cliché de tipo duro que Rick (Humphrey Bogart) popularizó en Casablanca (Michael Curtiz, 1942). Nos encontramos ante un sabueso, una máquina de atrapar criminales. Calavera, visceral, siempre de un humor de perros. Odia a los ciclistas por una buena razón y eso le hace incurrir en alguna situación hilarante.

Los personajes femeninos caminan por la delgada línea que separa el amor y el odio, la traición y la lealtad. Su compañera, Blanca Garrido, recibe el puteo indiscriminado del solitario inspector. Valeria Rodes, su amante, utiliza la sensualidad como arma para lograr sus propósitos. Una auténtica femme fatale que no tiene nada que envidiar a la Conchita que inmortalizó Pierre Louÿs en La mujer y el pelele (Reino de Cordelia, 2013): «… el resto somos como esos bañistas que se desenvuelven con torpeza en el mar, mientras ella lo hace como un delfín, con un comportamiento extraño y encantador a la vez, y no me puedo imaginar que un ser así sufra.»

Dos rasgos aparentemente contrarios conviven en el libro: la frialdad y la cercanía. Por un lado, Manuel Cado adopta un estilo seco, cortante, pulido que encaja a la perfección con una novela policíaca. Los diálogos parecen lascas en la piedra. Por otro, sitúa la acción en lugares concretos de la ciudad de Alicante como San Francisco —más conocida por «la calle de las setas»—, el centro de ocio Panoramis o el hospital Perpetuo Socorro. Esto hace que el lector levantino se sienta como en casa.

Sin ánimo de moralizar, El ocaso de Valeria me parece un homenaje a la amistad, al compañerismo entre profesionales. Gustará a cualquiera que busque una buena historia llena de personajes memorables. Desde aquí le digo a Manuel Cado: «Tócala otra vez, Sam.»

jueves, 21 de febrero de 2019

TRECE ROSAS EN CASA DEL LIBRO






















El último sábado de enero firmé Trece rosas negras en Casa del Libro de Alicante. Dicho así suena lo más normal del mundo y, en realidad, para quienes nos dedicamos a esto, lo es, pero siempre hay alguna anécdota interesante que contar.

Aunque había firmado otras veces en esas incómodas casetas prefabricadas, esta era mi primera librería. Los trabajadores de Casa del Libro me trataron fenomenal y me explicaron que llamaban a aquello «Encuentro con el autor». Recibí un atril con mis libros y una botellita de agua. Me esperaban dos largas horas por delante.

Decidí aparcar mi timidez natural y ofrecer el libro a quienes paseaban por la tienda. Al principio, me sentí un vendedor de ajos. Poco a poco, fui ganando confianza. Al final, la reacción de la gente superó con creces mis expectativas. Firmaba ejemplares y, al mismo tiempo, conectaba con personas. El resultado no pudo ser más enriquecedor. A una pareja de amigos ciclistas le siguieron Rosa y Anabel, dos auténticas desconocidas, y hasta un escritor novel con el que intercambié el teléfono, entre otros.

No creáis que fue un camino de rosas: hubo muchos que pasaron de mí olímpicamente. Me quedo con quienes consideramos la relación con el público uno de los mayores placeres de la literatura y de la vida.

miércoles, 13 de febrero de 2019

AZUL


Es una mañana de junio, ya aprieta el calor. Alfredo Múgica ha llegado caminando, como todos los días, hasta la plaza Mayor del Raval. Ahora descansa en un banco a la sombra. El paseo no es azaroso. Le recuerda un amor de juventud que, con el paso del tiempo, se ha ido agrandando hasta convertirse en mito. La chica mantiene su belleza intacta en la memoria del viejo. Los ojos azules que le sedujeron, los labios generosos que dibujaron delicias en los suyos, las manos infantiles que le acariciaron. Nunca quiso a nadie tanto en su vida, ni siquiera a su esposa.
     Pasa un vecino, saluda a Alfredo. Cruzan unas frases. En cuanto se queda solo, vuelve a sumergirse en el pasado. Solía citar a la novia en la plaza a eso de las cinco de la tarde. Los sábados. Entre semana, preparaba unas oposiciones a maestro que ganó.
     Una mujer empuja un carro de niño, lo cual carecería en absoluto de importancia si no fuera porque Alfredo reconoce algo familiar en ella que no sabe muy bien de dónde surge. Le resta importancia, sigue a lo suyo. Azul se llamaba su novia, pero era mentira. El apodo le venía de un paseo que dieron por una playa de Guardamar. La chica dijo que le gustaría reencarnarse en una sirena y él la rebautizó.
     Una tarde, poco antes de que Alfredo iniciara el servicio militar, se disgustaron. En vano esperó una carta o una postal durante los trescientos sesenta y cinco días de servicio a la patria. A su regreso, bajó a la plaza de siempre. No estaba. Preguntó por ella a los ancianos y los niños. Nadie sabía darle razón. Hasta que una vendedora de rosas, al contemplar su foto, sonrió con malicia. Al padre, que era guardia civil, lo habían trasladado a una ciudad del norte.
     La mujer ocupa el banco de enfrente. Desata al niño, que corretea por la plaza sin orden ni concierto. Cuelga las gafas del escote. Levanta la vista hacia Alfredo. Este se lleva la mano a la boca. Ojos azules, labios generosos, manos infantiles. El vivo retrato de su madre.
     «¿Le ocurre algo, oiga?», pregunta la mujer con voz trémula. Al no recibir contestación, recorre los escasos metros que los separan. Cuando se inclina, muestra sin querer sus delicados senos. Él sencillamente no puede articular palabra.
     La mujer lo acompaña al bar, pide un café cargado. No, mejor un coñac doble. Una cerveza para ella. El niño lame un corte.
     Después de un rato, Alfredo habla por los codos. Parece un hombre tintero, antiguo por fuera, rejuvenecido por la oportunidad de contarle la historia a otra persona. A la propia hija, nada más y nada menos. La mujer no puede reprimir unas lágrimas.
     Él interpreta lo peor.
     Ella añade inmediatamente: «Tranquilo, aún vive en Bilbao». Y trata de sonreír.
     El cielo ha comenzado a cubrirse de objeciones, uno de esos chaparrones veraniegos. Se despiden con la promesa de que no perderán el contacto. Antes de salir del bar, ella gira la cabeza. Observa al viejo, que apura el coñac. No tiene ni idea de por qué lo ha hecho: poco menos de un mes que la enterraron.

Tres Columnas, 2018

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