miércoles, 28 de septiembre de 2016

EN CLAVE DE CUENTO
























Llevo tiempo buscando un hueco en la agenda para dar una noticia que me hace mucha ilusión. No, no voy a ser padre.

Un domingo, revisando el correo electrónico, me topé con un mensaje de CLAVE (Asociación Valenciana de Escritores y Críticos Literarios). En el mismo, su presidente —Juan Luis Bedins— me proponía convertirme en socio del prestigioso grupo. Uno de los pocos requisitos que debía cumplir era haber publicado, al menos, dos libros.

CLAVE organiza cada año los Premios de la Crítica Valenciana, que en su modalidad de narrativa ha ganado en 2016 la eldense Elia Barceló por La maga y otros cuentos crueles.

Acepté la invitación, por supuesto. Desde entonces, recibo puntual información de seminarios, concursos, entregas de premios y presentaciones en la Comunidad Valenciana. Gracias por contar con este humilde cuentero.

domingo, 18 de septiembre de 2016

MADRID LÚGUBRE




Viajar es un acto de libertad que rompe la monotonía y conecta con el niño que llevamos dentro. Sin embargo, este año lo tenía complicado para huir del mundanal ruido. Una renovación de mi negocio me absorbe el tiempo y el espacio. Quedar finalista en el Premio de Cuento Corto «Madrid Sky» nos dio la excusa perfecta para coger —mi mujer no quiso perdérselo— un par de días de vacaciones.

Sobre mi mesa de escribir se amontonan billetes de tren, cuentas de restaurante y una amplia variedad de tiques. Pensar que nuestro paso por el mundo deja un rastro de papeles tan inútil es como para solidarizarse con el triste destino de los árboles.

El autobús de línea era una auténtica nevera aquel 30 de junio a las nueve de la mañana. Menos mal que había guardado una camisa de manga larga en la mochila. En el tren la temperatura cayó como si se fuese a manifestar un fantasma, de modo que a los pocos minutos iba tan abrigado que parecía un esquimal. Pronto el traqueteo me sumió en un dulce letargo. Al cabo de una hora, decidí tomar un café en el coche-bar. Allí espabilé bastante, sobre todo con el precio de la consumición. Me sentía algo inquieto por el acto literario al que asistiría por la tarde, pero me inquietaba más el tremendo catarro de mi mujer.


La última vez que estuve en Madrid fue para firmar ejemplares de Vareando nubes en la Feria del Libro. Es una ciudad cosmopolita, pero a poco que culebrees por alguna de sus callejuelas respiras el ambiente castizo de cualquier pueblo de España. Eso te hace sentir uno más aunque provengas de Marte.

El hotel, a tiro de piedra de la Puerta del Sol, insinuaba por fuera una casa de citas. Sin embargo, el interior estaba reformado. Las habitaciones tenían nombre de provincias de Galicia. Nos tocó La Coruña. No sé qué me gustó más: las cuatro camas, la nevera con bebidas gratuitas o la ducha con hidromasaje. Quizá el silencio. No se oía ni el vuelo de una mosca.

Desperté de la siesta con la sensación de que iba a asistir a un juicio por escribir chorradas en un papel. Me vestí con pantalón largo, pero deseché la corbata por mucho que sea un excelente motivo literario para la escritora Maribel Romero. Mi mujer me acompañó al acto con la secreta esperanza de escabullirse para ir de compras.




Subí la escalinata del viejo edificio tan deprisa que llegué casi sin respiración. En la puerta esperaba uno de los organizadores. Dijo mi nombre como si nos conociéramos de toda la vida y me estrechó la mano. En el salón se había congregado una cantidad respetable de personas. Una de ellas me indicó mi asiento.

No tardó en dar comienzo la ceremonia. Los presentadores, sudorosos por la falta de aire acondicionado, llamaron a los cinco primeros sospechosos a declarar a la tarima. Nos sentaron en cinco sillas iguales y nos interrogaron uno a uno para conocer nuestra versión de los hechos. Mi pregunta, si no recuerdo mal, fue qué esperaba llevarme de aquel viaje. Muy listos. El secreto de la tortilla de patatas, por supuesto. He de admitir que la lectura de mi cuento me pareció fenomenal. Dudé de haberlo escrito yo.

Hubo un breve descanso que aproveché para charlar en el pasillo con una chica de Logroño y un profesor de Valencia, tan ansiosos como yo de que los jueces dictaran sentencia. Ella ganó el premio poco después con un relato sencillo y directo. Era uno de mis favoritos. No comprendo a los cuentistas que se regodean en el lenguaje poético y descuidan la historia. Tan importante me parece lo que se cuenta como la forma de contarlo. El jurado destacó de 
«Besos lúgubres» el conseguido ambiente gótico y ese tiempo presente que en realidad es pasado.
 

 


Salí a la calle con la sensación de haberme quitado un enorme peso de encima. Tenía toda la noche para respirar a pleno pulmón el aire viciado de la capital, comer cualquier guarrada y perderme entre la muchedumbre. Con una especie de hemorragia verbal, comenté con mi mujer los mejores momentos de la ceremonia. Ella aún buscaba tiendas abiertas. Coincidimos en que el instante más divertido fue cuando la ganadora, sin saberlo aún, admitió que había presentado a concurso un cuento reciclado al que le había cambiado el principio para adaptarlo a las normas. Cosas del directo.

Al día siguiente, la perspectiva de deambular por el centro de Madrid me sacó de la cama. Una vez en la calle, mi mujer se dirigió a una tienda de maquillaje natural. Yo di una vuelta por la sección peliculera de una conocida franquicia. Compré «Night of the demons 2». La escena inicial en la que una pareja de testigos de Jehová lleva la palabra de Dios a un demonio no tiene desperdicio. Después, si no recuerdo mal, visité una disquería. Buscaba algo de Cecilia para mi padre, con el inconveniente de que el buen hombre sólo escucha casetes. No lo encontré.

No visité ningún monumento aquella mañana ni cogí mapa alguno de la ciudad. En cambio, dejé vagar la mirada por los limpiabotas, las prostitutas y el bullicio en general. Tan despistado andaba que no me comí un semáforo de milagro. Luego, en el restaurante hindú, una cara familiar llamó la atención de mi pareja. Era Roberto Enríquez, más conocido como Bob Pop por su participación en el programa de Andreu Buenafuente «En el aire». Harto de que los camareros no le hicieran caso o sufriendo por si me torcía el cuello de tanto mirarlo, el tipo se largó.

Por la tarde, abandonamos el hotel cargados de maletas y un poco de nostalgia. Madrid, como una hembra posesiva, nos retuvo algunas horas más en su estación de tren. Para hacer la vuelta más entretenida, escuché «El poeta Halley», lo último de Love of Lesbian. No podía faltar en el marco de las celebraciones del día del Orgullo Gay. Espero que en un futuro carezcan de sentido. Será síntoma de que hemos avanzado como sociedad hacia la plena aceptación de sus lobos esteparios.
 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

AIRE




Huí de casa a una hora intempestiva, sin una miserable causa racional para hacerlo. Me mezclé con la multitud sin sospechar, al principio, el motivo que congregaba a tanta gente. El aristocrático porte de las navajas o la brutal belleza de una berenjena de Almagro no dejaban lugar a dudas. Estaba en la ciudad blanca. Entonces sucedió algo tan desagradable que me estremezco al recordarlo. Una mujer con un carrito de bebé pasó a través de mí. Yo era poco menos que aire. Me palpé para comprobar mi consistencia. Seguía siendo un joven que se casaba al día siguiente. Una monja se acercaba rápido, pero en el último instante la esquivé. No pude evitar que me atravesara un niño abrazado a un peluche gigantesco. Subí gratis a una de esas atracciones que te ponen boca abajo. Alguna ventaja tenía que tener una situación tan grotesca. Allá arriba, el rostro de mi joven compañera de asiento oscilaba entre el pánico y el placer. Se desgañitaba para tratar de frenar la caída libre. Cogí su mano durante unos segundos interminables porque, a quién quiero engañar, ni de fantasma logré que el miedo desapareciera. De nuevo en tierra firme, eché a andar con paso vacilante. Llegué a donde todos dormían, incluso yo. Me acoplé lo mejor que pude al cuerpo. La tarde de mi boda, frente al sacerdote serio, en vez de dar el «sí, quiero» dije «sí, vuelo». Ella disimuló diciendo: «Yo también vuelo».


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