Nos obcecamos como borregos en que
los lunes son el peor día de la semana. Supongo que inaugurar el viaje, abrir
el melón justo después del plácido domingo no tiene muy buena prensa. Los
alumnos aventajados, los empollones tampoco.
La
soledad de los lunes es descomunal. Nadie los quiere por razones archiconocidas.
En primer lugar, suponen la vuelta a nuestras obligaciones laborales o
académicas. Ello implica un estéril madrugón. Segundo, carecen de poesía.
Soportan todo el peso de la realidad como un negro presagio que sobrevuela la
fragilidad de la existencia. Finalmente, muchos restaurantes cierran por
descanso y los cines cobran un ojo de la cara.
Ahora
que mis fines de semana no transitan con tanta frecuencia los territorios del alcohol,
he redescubierto el placer de los lunes. El caos empieza a cobrar forma, a
despejarse, a tener sentido. La energía fluye como un río de lava para gritar
por los poros de nuestra piel que estamos vivos y que disponemos, una vez más,
de siete oportunidades para demostrarlo. Cualquier cosa puede suceder si nos
ponemos manos a la obra; nada va a ocurrir por arte de magia.
Si odias las uvas en Nochevieja o
los helados en verano, tu día favorito podría ser un lunes. Aprovecha el Big
Bang de la semana. No pierdas el tiempo lamentándote.