miércoles, 21 de octubre de 2020

EL HEROICO VIAJE



Este octubre, se cumplen trece años del mítico concierto que dieron Héroes del Silencio en el Circuito Ricardo Tormo de Cheste (Valencia). Fui uno de los afortunados espectadores.

El 14 de febrero de 2007, la banda anunciaba oficialmente su regreso a los escenarios para celebrar una gira de despedida con diez únicos conciertos multitudinarios. Nunca los había visto tocar en directo desde que se separaran en 1996. No tardé en conseguir entradas en el Estadio de la Romareda de Zaragoza que, más adelante, cuando salió el concierto de Valencia, hube de revender. Una completa locura.

El 27 de octubre del mismo año, despertaba en la cama de un céntrico hostal de Valencia con la sensación de estar viviendo un sueño. Mi mujer, más práctica, me advirtió de que el sueño podía convertirse en pesadilla si no nos desplazábamos pronto a Cheste. Después de desayunar, cogimos un autobús que enlazaba con el pueblo. Era alrededor de mediodía cuando llegamos al recinto, donde iniciamos una tediosa espera que duró hasta las nueve de la noche. Bocadillos de cualquier cosa, calor pegajoso, aseos sin intimidad, frío al caer la tarde, soledad en medio del gentío. No recuerdo de qué hablamos ni cómo soportamos aquel tiempo muerto. Supongo que la ilusión hacía milagros en dos jóvenes treintañeros. No solo por el concierto: íbamos a ser padres de Clara en abril del año siguiente.

Cuando la desesperación hacía mella en los rostros, las hipnóticas guitarras acústicas de «El estanque» abrieron el concierto. Lo vimos trepados a una grada más tambaleante que una tabla de surf. Enrique Bunbury era una bola de billar en la lejanía, pero su engolada voz caldeaba la fría noche valenciana. Mi futura hija se chupaba el pulgar en el vientre materno. El grupo desgranó, una a una, sus viejas canciones como si fueran éxitos recientes. Sus crípticas letras seguían indescifrables como algunas decisiones ilógicas de juventud. Con el himno «En los brazos de la fiebre» despidieron una etapa de nuestras vidas, quizá no la mejor pero sí la más intensa.

A la mañana siguiente, agujetas en el alma y una noticia que nos puso los pelos de punta: más de dos mil personas se quedaron sin ver el concierto por culpa del monumental atasco —de hasta diecisiete kilómetros— que colapsó los accesos.

miércoles, 14 de octubre de 2020

CARANTOÑAS

















Cuando era pequeño, vivía en un sinvivir. La vecina del tercero derecha acechaba por la mirilla mis subidas y bajadas para hacerme carantoñas. «Pero qué guapo es este novio que me he echado», decía. Yo corría a esconderme bajo las faldas de mi madre, pero la señora Eulalia conseguía eludir el cerco amoroso, y aprisionaba mis mofletes con sus dedos sarmentosos y sus uñas largas y negras.
     A veces, nos pedía que esperásemos un momento mientras ella iba en busca de algún caramelo podrido. Yo tiraba del brazo de mi madre hasta que me mandaba estarme quieto. Visto que no obtendría ayuda, me limitaba a esperar aguantando el olor a guiso de aquella cueva fétida que era el piso de la señora Eulalia.
     Durante las comidas —pues entonces no había televisión—, mi padre solía preguntar en tono irónico por mis relaciones con el vecindario. Mi madre solía reprenderlo, aunque no me consolaba. Y describía a la vieja siempre con tres únicas palabras: «Está tan sola». Como si bastasen para disculpar la tortura de un pobre niño.
     Crecí soñando con el maravilloso día en que esa mujer se mudara lejos de mi vista. Sin embargo, nunca lo hizo.
     Gané fama de solitario, de no querer bajar a la calle a jugar con mis amigos. Cualquiera se arriesgaba. Sin la presencia de mi madre, la señora Eulalia daba rienda suelta a su instinto maternal reprimido. Y aquellos besos de ametralladora aún resuenan en mis oídos.
     Conforme mi rostro perdía tersura, ella me abordaba con menos frecuencia y sin la efusividad de antes. Parecía que llevara ajo contra los vampiros alrededor del cuello.
     Se lo dije a mi madre, como apropiándome de una hazaña que solo correspondía al tiempo. Ella sonrió de una manera triste. Enigmática. Nunca supe si por la pérdida irremediable de su niño o porque compadecía a aquella pobre mujer.
     Hoy me he acordado de ella. La vecina, con su lunar peludo en la barbilla, ha invadido últimamente el rostro aún hermoso de mi madre. El mío lo invadirá también algún día. En el piso de Eulalia vive ahora un matrimonio con un niño que no sabe lo que le espera.

Tres Columnas, 2018

miércoles, 7 de octubre de 2020

LA JUVENTUD















Dilapidó su juventud desde la guardería, deseando que su madre llegase alguna vez a recogerlo.

FINALISTA en el concurso Cuenta 140 de El Cultural.

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