miércoles, 14 de octubre de 2020

CARANTOÑAS

















Cuando era pequeño, vivía en un sinvivir. La vecina del tercero derecha acechaba por la mirilla mis subidas y bajadas para hacerme carantoñas. «Pero qué guapo es este novio que me he echado», decía. Yo corría a esconderme bajo las faldas de mi madre, pero la señora Eulalia conseguía eludir el cerco amoroso, y aprisionaba mis mofletes con sus dedos sarmentosos y sus uñas largas y negras.
     A veces, nos pedía que esperásemos un momento mientras ella iba en busca de algún caramelo podrido. Yo tiraba del brazo de mi madre hasta que me mandaba estarme quieto. Visto que no obtendría ayuda, me limitaba a esperar aguantando el olor a guiso de aquella cueva fétida que era el piso de la señora Eulalia.
     Durante las comidas —pues entonces no había televisión—, mi padre solía preguntar en tono irónico por mis relaciones con el vecindario. Mi madre solía reprenderlo, aunque no me consolaba. Y describía a la vieja siempre con tres únicas palabras: «Está tan sola». Como si bastasen para disculpar la tortura de un pobre niño.
     Crecí soñando con el maravilloso día en que esa mujer se mudara lejos de mi vista. Sin embargo, nunca lo hizo.
     Gané fama de solitario, de no querer bajar a la calle a jugar con mis amigos. Cualquiera se arriesgaba. Sin la presencia de mi madre, la señora Eulalia daba rienda suelta a su instinto maternal reprimido. Y aquellos besos de ametralladora aún resuenan en mis oídos.
     Conforme mi rostro perdía tersura, ella me abordaba con menos frecuencia y sin la efusividad de antes. Parecía que llevara ajo contra los vampiros alrededor del cuello.
     Se lo dije a mi madre, como apropiándome de una hazaña que solo correspondía al tiempo. Ella sonrió de una manera triste. Enigmática. Nunca supe si por la pérdida irremediable de su niño o porque compadecía a aquella pobre mujer.
     Hoy me he acordado de ella. La vecina, con su lunar peludo en la barbilla, ha invadido últimamente el rostro aún hermoso de mi madre. El mío lo invadirá también algún día. En el piso de Eulalia vive ahora un matrimonio con un niño que no sabe lo que le espera.

Tres Columnas, 2018

8 comentarios:

  1. Yo sigo pensando que todos los relatos cortos son desconcertantes Y ahora llego aquí y me encuentro el lobo estepario y trece rosas negras...para más desconcierto,además del diseño de tu página
    Si que me tomaría unos Miguelito, pero aquí no hay, buscaré algo parecido.
    Gracias por los relatos

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    1. Bienvenida, Inma. Espero que el desconcierto no te haya impedido disfrutar.

      Un saludo.

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  2. He disfrutado sí, del realismo 'sucio', como en Tres rosas amarillas de R. Carver, o de los recovecos de la condición humana...

    bss

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  3. Me has hecho recordar a mi vecino alcohólico. ¡Le pidió la mano a mi padre, cuando o tenía 14 años! Yo también temía subir o bajar las escaleras. La agonía duró tan solo tres años. RIP.
    Un buen e impactante final. Me ha encantado.

    Un abrazo.

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    1. Los vecinos inquietantes nos provocan, a partes iguales, terror y ternura.

      Un abrazo.

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  4. El final irónico me arrancó una sonrisa, a la vez que me deja una sensación inquietante. Los adultos no solemos ponernos en el lugar de los niños.

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    1. Por algo soy profesor. Mi trabajo consiste en conectar con los chavales.

      Un abrazo.

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