
Gané una entrada doble para un concierto de jazz y, como suele suceder en estos casos, todo el mundo tenía mejores cosas que hacer. No crean que aquello me amilanó. Al contrario, tras un duro día con mis hijos, agradecí al cielo la soledad con que me recompensaba.
Poco antes de llegar al Palacio de Congresos de Alicante, ya había decidido mi estrategia: preguntar a las parejas que iban llegando si tenían entrada. Parecía un revendedor. Eso debió de pensar la señora que acompañaba a un veinteañero, o que era acompañada por él. Lo digo porque me sometió a un interrogatorio en tercer grado. Cuando le aclaré que era víctima de una invitación doble, pero sin doblez, se tranquilizó y agarró la entrada.
El auditorio era cuco. Me senté donde me dio la gana, no sin observar con preocupación que entre las calvas y las canas de los allí presentes, se encontraba una niña de unos ocho años.
¿A que no adivinan quién se sentó a mi lado? La mujer a la que había regalado una entrada. Quizás por educación, quizás por gratitud, se estrelló prácticamente contra mí. El chico parecía molesto.
De pronto, entró una tromba de gente y, aprovechado la ausencia de mi protectora, me atreví a bromear con el veinteañero. Dije que, seguramente, eran fans de Chuck Loeb. A lo que contestó sin cortarse un pelo: “Tío, cómo vienes solo”.
No respondí. Sólo me alejé un par de asientos, como reafirmándome. Puede que el joven estuviera rabioso, no por haber tenido que aflojar la pasta, sino por no haber dicho a tiempo que no. Igual era fan de Metallica y la vieja, con malas artes, lo había convencido para que la acompañara. Nunca lo sabré.
El jazz no es lo mío: a la tercera canción desconecté. Sin embargo, Chuck me pareció un tipo entrañable y un virtuoso de la guitarra. Al acabar el concierto, busqué angustiado a la niña. Dormía plácidamente. La que se había ahorcado era la madre.