Oigo pasos en el piso. Estoy lavándome el pelo en el baño y me asomo
al pasillo a ver quién es. Aparentemente no hay nadie en el recibidor. Juraría
que alguien intenta pasar desapercibido como un yonqui en una convención de
metadona. El sonido de unos botines se aleja dejando gotas de sangre en el
parqué.
Me coloco una toalla
a modo de turbante. Al entrar en la cocina, dos detalles captan mi atención: una
fregona apoyada en la pared y mi amiga Nuria con una fea herida en la mano. Su
cara refleja miedo.
—¿Se puede saber qué carajo
te ha ocurrido? —pregunto elevando la voz sin querer.
—Solo es un rasguño, Tina.
Después de realizar
un vendaje más bien cutre, preparo una infusión de frutas del bosque para cada
una.
—Atravesé el
escaparate —relata Nuria— sintiéndome como un fantasma en un castillo
encantado. La diferencia residía en que el Corte Inglés se encontraba abarrotado
a esas horas. La gente contempló atónita libros cuyas páginas pasaban solas,
colchones que se curvaban hacia abajo sin explicación, patatas fritas que eran
masticadas ruidosamente por mandíbulas imposibles. Corrió la voz de un
poltergeist haciendo de las suyas. Cundió el pánico.
—No me extraña
—interrumpo el relato.
Recojo las tazas y
regreso con un par de vasos de whisky.
—Un vigilante con
sangre fría —prosigue Nuria— trató de detenerme mientras robaba un anillo. No
hice caso y sacó su pistola. Abrió fuego.
En ese momento llaman
al timbre y las dos damos un respingo.
—¿Quién? —pregunto
por el telefonillo.
—Tu marido.