Como no podía ser de otro modo, me despido de todos y de todas ustedes con el último pelotazo de Enrique Bunbury. Espero que no me odien mucho por ello.
Feliz Navidad.
Mis amigos dicen que me dedico a vivir del cuento. No he escrito ninguna novela porque me parece un género poco comercial.
De todos los chuchos que he tenido el disgusto de encontrar en mi vida, Luna era el más astuto. Jamás me pidió una caricia. Yo no era su dueño; sólo pasaba por allí de vez en cuando. Creo que fue esa resignación lo que acabó derribando los muros infranqueables de mi antipatía.
La otra madrugada dejó de latir su corazón. Le explotó en el pecho. Lo tenía demasiado grande. Tanto que jamás me pidió nada. Bueno, sí, algo de desayunar por llevarme la contraria.
En todo el orbe no existía soberano más sabio y justo que el gran Rey Fuego; sus edictos eran acatados, y sus deseos, complacidos. Nada ni nadie osaba contradecirle, nadie ni nada detendría jamás el elegante gesto de su real mano.
Dos regios días pasaron sin luto ni disgusto, pero la tercera noche del tercer día, el soberbio soberano recibió la desagradable visita del espectro del pantano. El muy bellaco flameaba sobre el Trono de Volutas embistiendo y chamuscando a su noble alteza; en un arrebato de furia, el Rey Fuego alzó su real cetro y atravesó al infame demonio.
De todos es sabido que no se pueden cazar moscas a pedradas, ni apagar fuegos fatuos a garrotazos –por muy reales que sean–; el espectro, pues, descargó su ira sobre los súbditos del Rey lanzándoles una plaga de pestilencia pulmonar. Y como sin vasallos no hay reino, el rey fatuo quedó consumido por la venganza de un fuego fatuo mancillado.