La antigua estación de autobuses acoge la Feria del Libro de Alicante 2019 con el lema «Mujeres de palabra». Un espacio que me trae recuerdos de idas y venidas, de despedidas y reencuentros. Las mismas emociones que uno puede encontrar en las páginas de un libro. Allí firmaré Trece rosas negras, cuyos relatos están protagonizados por algunas mujeres valientes y ambientados en lugares emblemáticos de Alicante: el Mercado Central, el monte Benacantil, el barrio del Raval Roig, la playa del Postiguet, las Torres de la Huerta… Solo me queda agradecer a Tres Columnas, a Marina Beckett y a la Librería 80 Mundos el haberme tenido en «cuento».
miércoles, 27 de marzo de 2019
miércoles, 20 de marzo de 2019
TRECE ROSAS EN CARTAGENA
La Feria se ubicaba en la Plaza de San Sebastián. Pregunté a varias personas, pero no me supieron orientar. En una Oficina de Turismo, logré la información. Seguí el mapa por un barrio antiguo plagado de edificios modernistas hasta dar con mi destino.
La Feria eran dos carpas de gran tamaño: las librerías cartageneras Santos Ochoa y Centro. Mi libro estaba en ambas, de modo que decidí dedicar una hora a cada una. Empecé por Santos Ochoa. A menudo, el viento racheado helaba hasta las ideas. Había gente disfrazada de época. Rubén Darío habría estado la mar de contento. Allí firmaba también la compañera de editorial Alfonsa García Armenteros, entre otros. Tres Columnas no dejó en ningún momento de apoyar a sus autores con su presencia. Varias fotos grupales dan fe de ello. Pasada la hora reglamentaria, cambié a Centro. La hora de comer pasaba factura: no había ni un alma. Me entretuve conversando con Rosa García Oliver y me llevé dedicado uno de sus numerosos libros. Cuando vio el que había elegido, exclamó asustada: «¡Ese es de poesía erótica!». La tranquilicé diciendo: «Claro».
Comí a las cuatro de la tarde. Luego di un agradable paseo sin rumbo por Cartagena. Las sensaciones, las palabras, los gestos de aquel día calentaban mi corazón como un vino dulce. Tenía ganas de llegar a casa y abrazar a mi hijo, que volvía de pasar una semana en Londres.
miércoles, 13 de marzo de 2019
EL CASTAÑERO
Desde que surge la duda, viven sumidos en la incertidumbre de si el castañero lleva peluca o no. El puesto ocupa la esquina de una iglesia evangelista. Mientras sus hijos compran castañas, Eduardo observa al hombre que ya no cumplirá los cincuenta liberándolas de debajo de una manta andrajosa y envolviéndolas en cucuruchos de periódico. Callados corazones del invierno con quemaduras de primer grado.
Día a
día, compra a compra, van obsesionándose con ese endiablado cabello que le da
un aspecto irreal, fantástico. Parece tan falso como las cerdas de una escoba,
pero ahí no acababa el asunto: encima color panocha. Y, sin embargo, está
perfectamente ensamblado al cráneo. La mujer de Eduardo sugiere: «Miradle la
raíz». No llegan a ninguna conclusión. De noche todos los gatos son pelirrojos.
En casa, conciben
toda clase de planes para sacarle la verdad: el secuestro, la extorsión,
distraerle con cualquier artimaña para darle un tirón a lo bestia… Pasan buenos
ratos a costa del pobre castañero.
Después
de Navidades, el tenderete desaparece como si se lo hubiera tragado la tierra.
Eduardo peina el barrio, la ciudad en busca del misterioso señor. Una tarde, los
niños señalan con el índice la cristalera de un cajero automático. Bajo unas
mantas asoma el pelo anaranjado de alguien que duerme junto a un cartón de
vino. Pegan la cara al cristal, pero no hay forma de asegurar si es él o una
castaña gigante.
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